Tras haber sobrevivido a ocho mociones de censura -y ante la inminencia de una novena, que habría podido ser definitiva-; presionado hasta lo irresistible por su propio partido -el Congreso Nacional Africano (CNA), el partido de Mandela, proscrito por el régimen del apartheid y uno de los símbolos de la resistencia-; envuelto en una densa nube de escándalos de corrupción; y tras haber intentado cuanto pudo para aplazar lo inevitable, el presidente surafricano, Jacob Zuma, renunció al cargo que ostentaba desde 2009. Un cargo que, en circunstancias normales, hubiera transferido a su sucesor, el que resultara elegido en las elecciones del próximo año.
La renuncia de Zuma ha sido recibida con regocijo por muchos sectores, y con alivio por casi todos. Sin embargo, el sucesor de Zuma, su antagonista al interior del propio CNA, Cyril Ramaphosa -“que por lo menos, tiene su propio dinero”, como dicen entre escépticos y resignados muchos surafricanos- no tendrá una tarea fácil… sobre todo si aspira a ser (re)elegido el próximo año.
En efecto: la herencia de Zuma no podía ser más indeseable. Tomará mucho tiempo reconstruir lo que Zuma y los suyos han destruido desde adentro, empezando por el propio partido. Para empezar, está el desafío de reconstruir el Estado, completamente capturado por redes clientelares y de corrupción rayanas con la mafia, y restablecer el imperio de la ley. Ni qué decir tiene de una economía debilitada -el desempleo alcanza niveles superiores al 25%-, gravemente desacreditada, con pésimas calificaciones que espantan la inversión, plagada de malas prácticas corporativas, y lastrada por una abultada participación estatal a través de monopolios y numerosas empresas públicas poco competitivas y nada sostenibles.
Ramaphosa -que en su momento sacó provecho también de su importante posición en el partido que desde 1994 ha dominado la política surafricana- tendrá que hacer acopio de toda su inteligencia, su prudencia política (la misma que lo llevó a dar un paso al costado cuando más cerca estuvo del poder en el pasado, al lado de Mandela), y de todos los aliados disponibles, para sacar al país de la sima en la que Zuma parece haberlo sumido. (La aliteración ha surgido de forma espontánea).
Hay renuncias que suman, y sobre todo, en política. La de Zuma, por ejemplo, que no resuelve nada por sí sola -el problema no es sólo él, sino el régimen que representa-; pero que, al menos, supone la remoción de uno de los principales obstáculos a la tarea urgente que es necesario acometer para devolverle el rumbo a Suráfrica, restaurar su posición regional y hacer viable su aspiración de jugar un papel más significativo en la escena mundial.
Nunca es fácil, por otro lado, renunciar al poder -a cualquiera-, y mucho menos al poder político. Al poder político, y a los privilegios lícitos (y también ilícitos) que siempre lo acompañan, casi siempre se renuncia de mala gana, y generalmente en circunstancias y bajo presiones extremas. Por eso es tan poco frecuente que, en un acto supremo de responsabilidad y buen juicio, un gobernante renuncie a su investidura y acepte, al hacerlo, que debe dar un paso al costado y dejar que la historia siga su curso, hasta que la misma historia (y no su propio narcisismo), si es el caso, reclame su presencia de nuevo.
Acaso fuera su preceptor, Adriano de Utrecht, quien fuera luego el papa Adriano VI, el que insinuó esa sabia lección a su pupilo, el futuro rey-emperador Carlos V… Que cuando no se puede gobernar a los súbditos sin recurrir a extraordinarias y radicales medidas, es mejor retirarse. Que no se puede el gobernante aherrojar al trono si con ello pone en riesgo de naufragio a la comunidad política que le ha sido encomendada. Que la legitimidad que otorga la investidura nunca es más grande que cuando se renuncia a ella, por el bien de la sociedad y por respeto a sus más dignas aspiraciones.