Si la ONU quiere convertirse en baluarte de los valores ilustrados, debería empezar por practicarlos.
La reforma de la Organización de las Naciones Unidas es uno de esos temas que de tiempo en tiempo adquieren cierta relevancia en la agenda pública global para luego regresar de nuevo a las sombras. Existe un consenso prácticamente universal sobre la necesidad de emprender una profunda transformación de la que es, sin duda, la organización intergubernamental más importante del mundo. Pero el consenso es mucho menor en cuanto a cómo hacerlo y en cuanto a cuáles serían los aspectos prioritarios de la reforma. Se suele insistir demasiado en la reforma al Consejo de Seguridad —y sobre todo, en su composición, su “representatividad”, y el derecho de veto que actualmente ostentan sus cinco miembros permanentes. Esa insistencia desvía la atención hacia el aspecto más delicado de la reforma, y el más difícil de sacar adelante. Como consecuencia de ello otros ajustes, menos taquilleros pero más logrables, y con un gran potencial para perfeccionar el funcionamiento de la organización, quedan también aplazados indefinidamente.
La semana pasada habló en Londres el secretario general, António Guterres, sobre la reforma de la ONU. Pero lo más relevante no fueron sus palabras sobre la reforma como tal, sino su justificación de la misma. La ONU es, según el, un instrumento imprescindible para defender los valores de la Ilustración. En sus propias palabras: “El regalo más grande que hizo Europa al mundo fueron los valores de la Ilustración. Ahora estos están siendo cuestionados y amenazados. Vemos cómo la agenda de derechos humanos pierde terreno frente a la agenda soberanista. Vemos más y más conductas irracionales, incluyendo un agresivo nacionalismo”. Y en ese escenario, la ONU —con sus tres pilares fundamentales: la paz y la seguridad internacionales, los derechos humanos, y el desarrollo sostenible— está llamada a jugar, con los recursos y las capacidades que le son más propias, un papel protagónico.
Para que la ONU pueda cumplir ese cometido no será suficiente rediseñar la arquitectura de la organización y racionalizar su burocracia y sus procedimientos; ni bastará con repensar las operaciones de paz en un contexto tan distinto de aquel existente en 1948, cuando se desplegó. Si la ONU quiere convertirse en el baluarte de la Ilustración en estos tiempos oscuros, debe empezar por actuar conforme a ellos. Si así fuera, ni China, ni Cuba, ni Etiopía, ni Arabia Saudita, ni Venezuela, deberían formar parte del Consejo de Derechos Humanos. Todo lo demás es pura retórica, tan innecesaria (por huera y superflua) como contraproducente, precisamente, para la preservación y vigencia de los valores ilustrados.
(*)Analista y profesor de Relaciones Internacionales