El 25 de octubre de 2015, John Jairo Torres fue elegido alcalde de Yopal, capital del departamento de Casanare. La noticia no habría pasado de ser una de tantas surgidas con ocasión de esa jornada electoral, de no haber sido por dos curiosas razones. La primera: el sonoro apodo del señor Torres, conocido como “John Calzones”, por cierto emprendimiento suyo que lo llevó a incursionar en la venta de ropa interior femenina. La segunda, acaso menos hilarante, el hecho de que, al momento de su elección, se encontrara privado de la libertad por un presunto delito de urbanización ilegal. De hecho, de los 20 meses que estuvo en el cargo, 14 los pasó detenido.
Quizás estas dos circunstancias hubieran sido bien recibidas en la trama de una novela. Tienen, ciertamente, un innegable tufillo a realismo mágico. Pero por lo menos una de ellas es claramente inadmisible en una democracia verdaderamente digna de ese nombre. Más allá de la presunción de inocencia -garantía fundamental en todo Estado de Derecho-, los políticos no pueden imponer a la democracia y al ritual electoral la privación de la libertad que pesa sobre ellos ante la existencia de indicios sobre su participación en un hecho punible. Ni qué decir tiene cuando se trata de condenas en firme.
Por eso resulta tan ofensivo el acto de auténtica impudicia política ejecutado por el Partido de los Trabajadores y por el expresidente y hoy candidato-convicto Luiz Inácio Lula da Silva, de inscribir su nombre para los comicios del próximo mes de octubre, a pesar de la ostensible inhabilidad que pesa sobre él, como consecuencia del dictamen de los jueces.
(Tan impúdico, dicho sea de paso, como ver en el Congreso de la República reos de graves y atroces crímenes; o, peor aún, verlos ejerciendo como legisladores al tiempo que purgan en la comodidad de sus curules las penas alternativas a las que eventualmente sean condenados).
No cabe duda de que el expresidente Lula es sumamente popular. No cabe duda de que muchos en Brasil añoran los años del Lulismo, en el que un Estado pródigo, aupado en la bonanza, repartió beneficios generosos para todos, mientras escondía una impagable factura y decoraba el futuro con espejismos que harían sonrojar al mismísimo Potemkim. No cabe duda de que existe un enorme descontento ciudadano frente a la clase política. (Resulta paradójico, eso sí, que la alternativa la represente alguien como Lula, santo patrono del “petismo” no sólo como filosofía sino como régimen y establecimiento). No cabe duda de que, tras la destitución de Dilma Rousseff, el gobierno interino ha estado muy por debajo de las circunstancias.
Pero tampoco cabe duda de que la maroma del Partido de los Trabajadores y de Lula da Silva, cuya única conclusión lógica y legalmente posible será la de la invalidación de su candidatura por parte de las autoridades electorales, pone en grave riesgo la ya debilitada integridad democrática brasileña, incluso aunque más adelante ese partido concurra a los comicios apoyando el nombre de Fernando Haddad (compañero de fórmula de Lula), o algún otro, como sustituto. Al final, los enardecidos seguidores de Lula encausarán su frustración y su resentimiento contra las instituciones, contra las reglas de juego… Una de las nefastas consecuencias de esa idea, defendida y cultivada por cierto progresismo irresponsable, de que la “voluntad del pueblo” expresa un poder omnímodo, que está incluso por encima del imperio de la ley.
Esta artimaña es tanto más grave dada la perspectiva que ofrece, en las actuales circunstancias, la contienda electoral en Brasil. Reprochar a Lula y a su partido lo que han hecho no significa validar ni refrendar ninguna otra alternativa. Esa elección, finalmente, corresponde en exclusiva a los ciudadanos brasileños.
Pero defender la democracia es también denunciar cuando la democracia es secuestrada y puesta tras las rejas, ya se trate del señor Calzones o del señor Lula, o del régimen de Maduro, todos los cuales han querido, cada uno a su manera, llevar a la democracia tras las rejas.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales