Un extraño malestar
Un malestar extraño flota en el ambiente. Ya venía tensionándose con las noticias de orden público, que volvieron a aparecer en primer plano como una pesadilla recicladora de tragedias vividas, secuestros, asaltos, muertes de soldados y policías en número creciente, minas antipersonales en el campo y bombas mortales en las ciudades… El desfile de malas noticias pasa a diario por la televisión y, cuando ésta se apaga, continúa en la mente de los espectadores.
Si alguien desea escaparse de esa avalancha de historias traumatizantes y salta a otros canales, se encuentra con Pablo Escobar y su época, reconstruidos con una técnica impecable y, por lo mismo, terriblemente impactante. Recuerda lo que el país no quiere volver a vivir pero, sin embargo, lo vive de nuevo ante las pantallas masivamente sintonizadas.
Con ese entorno, casos horripilantes como los de Rosa Elvira Cely y Andrés Colmenares despiertan reacciones emocionales inusitadamente profundas y generalizadas. El ambiente se enrarece aún más. ¿Por qué?
Porque el subconsciente nacional soporta una carga emocional que sensibiliza a la opinión frente a casos semejantes a lo que vive día a día. Por eso estremece las conciencias. A su manera, cada cual intuye que son síntomas de una caída en el tono moral del país y siente la amenaza más cerca. Esta vez en materia grave, porque los robos, atracos y latrocinios en menor escala parecen asimilados a la realidad cotidiana. Se volvieron parte del paisaje.
Lo peor sería dejar pasar estos horrores como un ejemplo más de la crisis moral. Olvidarlos como ha ocurrido en tantas oportunidades, pues se cree que lo incómodo deja de existir cuando se tapa. Cerrar los ojos siempre ha sido un recurso de las sociedades decadentes. Hasta cuando “lo que no existe” se las traga.
Deberíamos, en cambio, utilizar estos casos extremos para analizar sus causas, cómo se desarrollan y cómo han sido tratados. Así no quedarían como rasguños superficiales sobre problemas colectivos más profundos.
Se podría, por ejemplo, seguir el itinerario de cada uno para evaluar el comportamiento de las instituciones y su intervención en este tipo de emergencias. No con ánimo de inquisidores sino como una forma de analizar hasta dónde son adecuados los comportamientos, qué tan eficientes resultan en la práctica y cómo se pueden mejorar.
La tarea iría desde el principio de lo ocurrido hasta la sentencia final que dicten los jueces, desde las líneas de socorro hasta los fallos definitivos de las más altas instancias judiciales.
Y esto en cuanto al desenvolvimiento de los hechos porque, paralelamente, deberían buscarse las causas profundas. ¿Hasta dónde tantos años de violencia y la impunidad rampante, prolongada por décadas, produjeron una inversión de valores, que está carcomiendo la ética individual y colectiva de los colombianos? ¿Cuáles son las deficiencias de una instrucción que se preocupa por acumular conocimientos en medio de un vacío moral? ¿En qué medida estos casos extremos están insertados en una descomposición ética? Y si así fuera ¿cómo se enfrenta ese problema social que contamina todos los estratos y cuál es el procedimiento para enderezar el camino?
Lo contrario es limitarse a la condena, maquillar la superficie y dejar las malas corrientes intactas, en el fondo, mientras los casos futuros siguen gestándose.