Hace exactamente diez años, el 20 de agosto de 2007, las páginas de El Nuevo Siglo se abrieron por primera vez para este columnista. Desde entonces, prácticamente sin interrupción (a no ser por una que otra mala jugada del correo electrónico o de los azares de la vida), y de uno a otro lugar del periódico, han venido apareciendo aquí, semana a semana, las preguntas, curiosidades, reflexiones y preocupaciones que las cosas del mundo suscitan en quien no es más que un observador del tiempo en que le ha sido dado vivir.
Aquella primera columna, titulada “La omnipresencia del mal”, fue escrita al fragor de la Guerra Global contra el Terror proclamada por Estados Unidos tras los fatídicos hechos del 11 de septiembre de 2001. En ella se recordaba que cien años atrás, luego del asesinato del presidente William McKinley, otra guerra contra el mismo “enemigo del género humano” había sido declara por su sucesor, Theodore Roosevelt. Y se advertía, con más resignación que pesimismo, que tal como había ocurrido en el pasado, una guerra semejante difícilmente podría llegar a ganarse. Mucho menos con la receta empleada. A fin de cuentas, “Es la obsesión con el mal la que lo hace omnipresente; y esta obsesión con el terrorismo, el mayor de sus logros, el que a la postre le da la razón” -y tenaz persistencia- a quienes lo practican. Dicho de otra manera: no se puede derrotar el terrorismo luchando contra el terrorismo en abstracto. Es imprescindible escudriñar sus causas sistémicas, despertar la conciencia de la sociedad y fortalecer su resiliencia frente a una amenaza que no cesará en el corto plazo, salir del juego en el que los terroristas aspiran a acorralar a la ciudadanía.
Ha transcurrido una década desde entonces. Y el panorama, como lo demuestran los execrables acontecimientos del jueves pasado en Barcelona, no es más alentador. Más allá de toda organización o estructura, el terrorismo es el resultado de un impulso alimentado por “un mensaje más bien sencillo, pero capaz de cautivar y movilizar mentes y corazones en todo el mundo”.
No resulta fácil diagnosticar el mundo en cuatrocientas o seiscientas palabras. A veces podría parecer incluso irresponsable, y en el mejor de los casos, pretencioso. Pero intentarlo se ha vuelto casi un imperativo para quien las escribe. Más difícil aún es predecir el curso de los acontecimientos. Pero en materia de política internacional, todo análisis contiene el germen de una anticipación. Poco importa que a la larga se cumpla o no. No se puede reflexionar sobre el presente sin presentir de alguna manera el futuro (a veces con vértigo y otras con esperanza).
Ojalá este ejercicio haya sido, al menos en un par de ocasiones, también enriquecedor para el lector inquieto y generoso. Ha habido en estas líneas aciertos y descaches. Pero sobre todo, una oportunidad compartida para no dejar la mente en paz, para mantenerse alerta, poner a prueba la intuición y el discernimiento, entrenar la inteligencia y darse un tiempo para digerir un poco la abrumadora confusión de un mundo que, como dijo Hamlet, parece estar fuera de quicio.
Si cumple a Dios y al destino -y al director de El Nuevo Siglo-, vendrá quizá otra década para seguir dando cuenta de los asuntos del mundo y del lugar que en ellos está Colombia llamada a ocupar (y que acaso por distracción, por tara o negligencia, no ha ocupado hasta ahora).
No faltará trabajo. Este siglo no da tregua: ¿Cuánto aguantarán los Estados Unidos la irredimible incompetencia de Trump? ¿Por qué senda habrá de transitar Europa? ¿Qué nuevos Estados surgirán de la implosión de unos y el divorcio de otros? ¿Hasta dónde tendrá el mundo paciencia con Pyongyang? ¿Cuánto más seguirá Venezuela a la deriva? ¿Dónde desembocarán las tensiones en el Mar de China? ¿Qué efectos geopolíticos tendrá el cambio climático? En fin…¿Cómo rimará la próxima década con los últimos diez años?
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales