La opinión pública colombiana siempre ha visto con reserva -e incluso con franco disgusto- los viajes que en su condición de Jefe de Estado realiza el Presidente de la República a sus homólogos de otras naciones, para participar en cumbres multilaterales, o intervenir en foros internacionales. Hay en el fondo de esa actitud algo del parroquialismo típico de un país que ha vivido enclavado en los Andes y un tanto desconectado del mundo. Pero es también el reflejo de una preocupación legítima de la gente, que se pregunta qué tienen que ver los viajes del Presidente con sus necesidades cotidianas y con los problemas más acuciantes de los que -según su criterio- debe ocuparse el Gobierno.
No es nada fácil explicar a los ciudadanos de a pie los asuntos de política exterior, ni la complejidad característica de las relaciones internacionales, ni la utilidad de la acción diplomática -tantas veces caricaturizada- para la promoción de los intereses nacionales ante el resto del mundo, y en últimas, para su propio bienestar. Por otra parte, muy poco esfuerzo se ha hecho por acercar la política exterior a la ciudadanía, por hacerla más comprensible y tan transparente como la reserva y la sensibilidad que le son propias lo permita. Antes bien, la política exterior sigue siendo una especie de arcano al que solo tienen acceso glamurosos funcionarios de alto rango y que solo entienden unos pocos y privilegiados expertos (que a veces, sin embargo, no lo son tanto).
La verdad es que la diplomacia presidencial juega un papel primordial, y a veces insustituible, en la acción exterior del Estado. Visitas y cumbres en las que los mandatarios se conocen y se examinan personalmente, sin intermediación alguna, son fundamentales para establecer afinidades, aprender cómo opera el proceso de toma de decisiones y evaluar el peso que en este tiene la idiosincrasia de los líderes. A pesar de los avances en las telecomunicaciones, de las video-llamadas y las teleconferencias, del correo electrónico y de Twitter, habrá visitas de Estado y cumbres de mandatarios para rato.
Hay ocasiones, sin embargo, en que los recelos de la ciudadanía pueden estar más que justificados. Tal es el caso de la reciente visita del presidente Santos a Canadá, en la que además de actos protocolarios (honores militares, siembra de un árbol), hubo también reuniones de alto nivel político (con la Gobernadora General; con el primer ministro Trudeau; con el secretario general de la OCDE) y económico (con empresarios); y tiempo para un conversatorio en la Universidad de Ottawa y un almuerzo en el Foro Global de Toronto.
¿Pero qué le queda al país de todo esto? De nada sirve que Canadá reafirme su apoyo al proceso con las Farc si internamente su implementación sigue lastrada por el déficit de legitimidad y la falta de un consenso político y social básico que la apuntale. De nada sirve anunciar la cooperación canadiense para adaptar la Policía al “posconflicto”, mientras nuevos actores violentos y criminales (y otros reencauchados) sustituyen a los viejos. De nada sirve hablar con empresarios en ausencia de seguridad jurídica y claridad regulatoria, sobre todo en relación con las actividades económicas en la ruralidad, de la que por otra parte muchos inversionistas canadienses ya se han retirado. De nada sirve insistir en el camino de la OCDE mientras se aplazan las reformas institucionales y de política pública de las cuales depende el ingreso de Colombia a esa organización. De nada sirve recibir el aplauso de los espectadores en la tribuna internacional, mientras la falta de liderazgo y la desconexión presidencial se hacen más palmarias en la grave coyuntura que vive el país.
De nada sirve, salvo para la egoteca personal del presidente Santos, que de regreso a Colombia recibió en la Universidad de Kansas un doctorado honoris causa, como reconocimiento “por mis esfuerzos para traer a la paz a mi país y, de alguna manera, al mundo”, según sus propias palabras.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales