Entre 1917 y 1919 tuvieron lugar dos acontecimientos fundacionales que imprimieron a la historia la dirección por la que ha transitado hasta ahora. Se trata, naturalmente, de la Revolución Rusa y de la I Guerra Mundial. La primera conduciría a la constitución de la Unión Soviética en 1922 y -por ese camino- al brutal experimento del socialismo real y el estalinismo. La segunda -la “gran guerra”-, a una paradójica tregua de 20 años durante los cuales el mundo asistió a un esperanzador aunque efímero florecimiento democrático, empañado por una debacle económica global, y rápidamente frustrado por el ascenso del fascismo y el nazismo, cuyos delirios arrastraron a la humanidad entera a una nueva guerra, virtualmente apocalíptica.
Sorprende que en diversos lugares del planeta algunos conmemoren o se apresten a conmemorar el primer centenario de estos acontecimientos con nostalgia o con revanchismo.
¿Hay acaso alguna cosa que echar de menos de la Revolución Bolchevique, un desvarío que no podía arraigar sino bañado en sangre, en la guerra civil, y que luego abonaron décadas de represión y servidumbre? ¿Hay realmente algún entuerto que reparar, una cuenta pendiente que saldar con la historia y a favor de alguna patria -que acaso ya no exista- por cuenta de la guerra civil europea?
El fracaso político, económico y moral del comunismo soviético constituye una verdad histórica incontestable. Así fue, no sólo en la propia Unión Soviética, sino en todos aquellos países a los cuales Moscú lo impuso por la fuerza, o a los que lo exportó -casi siempre también mediante la fuerza- durante la Guerra Fría. Las presuntas fallas en su aplicación no excusan los defectos y las perversidades que le son inherentes; y por esa razón, ninguna apología podrá jamás reivindicarlo. Por extensión, el comunismo chino tampoco puede ser justificado: ningún progreso material lo redimirá jamás del pecado original que define su naturaleza. Ni qué decir tiene del experimento caribeño de los Castro, donde el miedo es un estado permanente, y donde la libreta de abastecimiento (¿o de desabastecimiento?) solo sirve para impedir a la gente morir de hambre sin permitirle a nadie vivir sin ella. (Así lo dice Leonardo Padura en su magnífica novela “La transparencia del tiempo”).
Por otro lado, el revanchismo con el que algunos se aprestan a conmemorar este año el armisticio de Rethondes, y el año próximo el Tratado de Versalles, pone en evidencia la forma en la que a veces se puede manipular una y otra vez el pasado para justificar la incapacidad de entender el presente y con la excusa de restablecer hacia el futuro la continuidad de una historia inevitable, presuntamente interrumpida. Ocurrió así en el periodo de entreguerras, cuando los nostálgicos del II Reich soñaron con el III hasta que éste fue una pesadilla. Y así ocurrió después, cuando los que enfilaron sus baterías contra el Diktat de Versalles, acabaron viendo ondear la bandera roja del martillo y la hoz en los tejados del Reichstag.
El centenario de la Revolución Rusa -que se extiende a lo largo de este año-; y el centenario del final de la I Guerra Mundial y de la firma del Tratado de Versalles -que se prolongará hasta el año próximo-, ofrecen una propicia ocasión para recordar tanto los crímenes del comunismo -cometidos en nombre de una engañosa utopía igualitaria- como los peligros del nacionalismo, especialmente cuando se lo condimenta con el revisionismo de la historia y se usa para exacerbar las frustraciones personales.
No recordar esas dos cosas es dar patente de corso a quienes invocan con nostalgia lo que la Revolución Rusa no fue -porque no podía serlo-, y a quienes reclaman el derecho a enderezar el curso de una historia que consideran extraviada injustamente. Y han muerto ya millones de seres humanos, y podrían morir muchos más, por cuenta de unos y otros, como para seguir dándoles voz impunemente, mientras se permanece indiferente en silencio.