Hace apenas cinco años el señor Xi Jinping era un personaje relativamente menor dentro de la élite del Partido Comunista Chino (PCC). La semana pasada, sin embargo, parece haberse asegurado una página propia en la historia de la República Popular, tras la consagración de su pensamiento sobre el “socialismo chino para una nueva era” como parte de la doctrina oficial del partido, que para el caso es el Estado, la sociedad, la economía, todo al mismo tiempo. Con ello ingresa al exclusivo panteón hasta ahora habitado solamente por Mao Zedong y Deng Xiaoping.
Más allá del tono laudatorio con que sus camaradas recibieron su discurso en la apertura del XIX Congreso del PCC, no cabe duda de que éste señala un punto de inflexión en lo que antes era el “ascenso pacífico” y luego fue “ascenso armónico” de China, y sugiere la adopción de una perspectiva más ambiciosa y proactiva, y al mismo tiempo llena de desafíos, para los próximos años. Ambición y desafíos de tal naturaleza y amplitud que bien justifican no sólo la sacralización de sus ideas, sino el increíble volumen de poder que ha acumulado en sus manos como líder de la nación más poblada del planeta, una de las mayores economías del mundo, y una potencia política y militar que aspira a ocupar un lugar central y protagónico en la escena global.
¿Cómo conseguirá la China de Xi satisfacer su ambición y superar los desafíos que la acompañan? Su “largo discurso”, pero sobre todo el historial de sus acciones del último lustro, ayudan a esclarecer el asunto.
Para empezar, usando mano de hierro para conservar la disciplina del partido y el control del Ejército, y para asegurar el dominio integral de lo que considera parte del territorio y espacio vital chino frente a cualquier tentación centrífuga -en el caso de Hong Kong o Taiwán- o interés externo -en el mar de China Meridional-.
En segundo lugar, manteniendo su ritmo de crecimiento económico, incentivando la demanda interna y ensanchando al mismo tiempo su participación en el mercado mundial. Ahí está, para el efecto, la iniciativa One Belt, One Road -una enorme red de infraestructura con impacto potencial en 65 países de Asia y Europa, incluyendo Rusia e India-, y su apuesta por la innovación en sectores como el transporte, la cibernética y la industria aeroespacial.
Por último, pero no menos importante (y acaso el aspecto más innovador de su doctrina), la proyección del modelo político y económico chino como “una nueva opción para otros países y naciones que quieren acelerar su desarrollo preservando su independencia al mismo tiempo”. Es decir, una alternativa al modelo político y económico occidental, a la democracia liberal -tan de capa caída últimamente- y al capitalismo -que paradójicamente China practica a su manera-. El preámbulo, tal vez, de un giro significativo de la política exterior china hacia un mayor proselitismo ideológico y un involucramiento político creciente, y más explícito, en distintas regiones del mundo. Un giro estimulado por el retraimiento, la crisis de identidad y la introspección de Occidente; y por la erosión de su capacidad para inspirar y proponer a otros un camino a seguir. Y facilitado, además, por el vacío de liderazgo que en los distintos espacios multilaterales y frente a muchos temas de la agenda global -desde el libre comercio hasta el cambio climático- es consecuencia de ello.
Glosa nacional. Las sentencias de constitucionalidad deberían ser fuente de certidumbre sobre la vigencia y validez de las normas de rango inferior, y de claridad sobre el alcance y sentido de sus prescripciones. Nada de eso ofrece la sentencia C-630 sobre el acto legislativo que “blinda” el acuerdo con la guerrilla de las Farc. Prolija en aclaraciones de voto -y por lo tanto, muy lejos de cualquier consenso interpretativo-, y tan versátil que parece servir por igual a cualquier argumento, podría acabar siendo el combustible de interminables controversias jurídicas con insospechadas consecuencias políticas.