Por lo que le hemos escuchado decir al presidente Gustavo Petro, en su condición de demócrata, no se opone a la libre expresión de las ideas -así sean contrarias a las suyas-, es respetuoso de la crítica y favorece el diálogo como camino civilizado hacia el logro de acuerdos y consensos.
Entre las propuestas y programas gubernamentales o provenientes de los partidos que lo apoyan, encontramos muchos -expuestos durante la campaña electoral- que son válidos y convenientes, así sean difíciles, como el consistente en luchar contra la enorme desigualdad existente, el que busca lograr la paz, el que estimula la participación regional en la elaboración de los planes de desarrollo, la política de protección ambiental, o el muy urgente desafío de cerrar todas las puertas a la corrupción. Los compartimos plenamente, en cuanto objetivos de primer orden, que son de interés general y merecen el respaldo de la sociedad entera. En tal sentido, consideramos exagerada y negativa la actitud de la oposición extrema, que todo lo descalifica y ataca, sin mayor análisis, y sin argumentos.
Otros proyectos, como la legalización de la marihuana, y -peor todavía- el de legalizar la cocaína, formulado por el director de la Dian, no solamente son inconvenientes sino altamente dañinos, y no los podríamos aceptar, ni respaldar, sin traicionar nuestras convicciones.
Pero no se olvide que Colombia es, como lo proclama la Constitución, una democracia. Y en una democracia hay ramas del poder y órganos autónomos e independientes, y, aunque la batuta la lleve el presidente como jefe del Estado, existen unas reglas fundamentales dentro del orden jurídico, y un sistema de equilibrio, frenos y contrapesos. El Gobierno, mediante proyectos, propone los cambios y ajustes que, en su criterio, se deberían introducir a la propia Carta Política y a las leyes. Es el Congreso el que debate, discute y vota las iniciativas, y la Corte Constitucional la encargada de examinar, de oficio o a partir de la acción pública, la conformidad o discrepancia de cuanto se apruebe, a la luz del ordenamiento fundamental.
Hacemos énfasis en el papel que juega el Congreso, cuyos integrantes, elegidos por el pueblo, deben representar los intereses populares, no los oficiales, y obrar con seriedad, conocimiento, responsabilidad y buen criterio, no por consideraciones o beneficios o aspiraciones personales o de grupo, ni a cambio de estímulos burocráticos o de otra índole.
La función legislativa, y con mayor razón el poder de reforma, son esenciales en el sistema democrático. El nuevo Congreso debe asumir su función con independencia, y entender que el país reclama una renovación en su manera de actuar, para corregir vicios arraigados de tiempo atrás. Los proyectos, tanto los de origen gubernamental como los de sus miembros, o los que provengan de la iniciativa popular o de otras instituciones con iniciativa, merecen ser considerados a fondo, valorados, discutidos y votados -no por el irresponsable sistema del “pupitrazo”-, sino con el suficiente estudio e intercambio de opiniones; con argumentos y con la finalidad de alcanzar, mediante las normas, el bienestar colectivo y la preservación de valores constitucionales, como la vida, la igualdad, la justicia, la libertad y la paz.