No todo en política internacional es garrote y zanahoria, coerción y retribución, presión e incentivos. Una cosa es hacer que otro haga lo que uno quiere, incluso en contra de su voluntad, recurriendo al uso o la amenaza del uso de la fuerza, o al ofrecimiento de pagos y el otorgamiento de beneficios materiales; y otra cosa es lograr que el otro quiera lo mismo que uno quiere -por atracción, inspiración o seducción-. Lo uno es poder duro: la más obvia y explícita manifestación del poder, vinculada a las capacidades militares y económicas. Lo otro es poder blando: una forma de poder más sutil pero no menos efectiva, que muchas veces sobrevive al poderío armado y la riqueza de las naciones -e incluso, a su existencia histórica-. Y la adecuada combinación de ambos, el uso prudente de todas las herramientas de la política exterior para promover y realizar el propio interés nacional, es el poder inteligente.
Fue Joseph S. Nye quien introdujo en la disciplina de las Relaciones Internacionales esa distinción, reconociendo así un fenómeno de vieja data en la historia universal pero habitualmente subestimado por los lectores más tradicionales de la política internacional. Porque si bien es cierto que ningún Estado se ha elevado jamás a la categoría de potencia sólo a punta de poder blando, no es menos cierto que en el mundo de hoy la capacidad de atraer y de persuadir a otros cuenta tanto como la de desplegar arsenales o financiar grandes proyectos de infraestructura. Dicho de otro modo: suscitar admiración y respeto es tan importante como imponerlos o comprarlos. Y a veces, puede ser incluso más importante.
Lo ocurrido con Estados Unidos desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca ilustra muy bien esta realidad. En sólo seis meses, el prestigio y el atractivo de los Estados Unidos en la escena global han alcanzado uno de los niveles más bajos de la historia. Como consecuencia, aunque no haya mermado ni un ápice su condición de superpotencia militar y económica, hoy son mucho menos poderosos que durante la administración de Barack Obama, el senador que siendo apenas candidato logró congregar a más de 200 mil personas, en su mayoría alemanes, en el Tiergarten berlinés, para hablarles de su propuesta de política exterior.
Una excelente radiografía de lo que está sucediendo en el mundo en materia de poder blando acaba de ser publicada por el Centro de Diplomacia Pública de la Universidad del Sur de California. El informe Soft Power 30 identifica, por tercer año consecutivo, los 30 países líderes en poder blando a partir del análisis de variables como su infraestructura digital, la influencia de sus productos culturales, el atractivo de su modelo económico y de su capacidad para la innovación, el nivel de capital humano y la calidad de su sistema educativo, la solidez de su red diplomática y su participación en la agenda global, y la calidad de sus instituciones políticas.
Este año la medalla de oro en poder blando es para Francia, que pasa del quinto al primer lugar, superando a Estados Unidos (que descienden del primero al tercero). Para tranquilidad de muchos, las democracias liberales de Occidente siguen ocupando los primeros lugares: Reino Unido, Alemania y Canadá completan el conjunto de los 5 punteros. Y aunque mejoran en relación con el año anterior, China y Rusia ocupan los lugares 25 y 26, lo cual evidencia el lastre que arrastran y que limita el alcance de sus aspiraciones globales. En cuanto a Latinoamérica, sólo un país supera el umbral para entrar en el índice: Brasil, en el puesto 29 y tendiendo a la baja, por lo que no merece la pena hacerse ilusiones con él.
Sería interesante hacer un diagnóstico equivalente sobre el poder blando de Colombia. No tanto para saber cuánto tiene, sino cuánto le falta, si aspira en verdad a ocupar un lugar propio en la escena internacional del siglo XXI.
*Analista y director administrativo del Instituto. H. Echavarría