“Se requiere construir una narrativa nacional y saber contarla al mundo”
Una de las tareas que el próximo gobierno deberá emprender desde el primer momento será la de definir, como parte de una estrategia multidimensional y de largo aliento, qué lugar quiere ocupar Colombia en el concierto internacional, tanto en su entorno vecinal inmediato como en el contexto latinoamericano, y, por supuesto, en la escena global. Es verdad -como se dijo hace poco en esta misma columna- que los temas de política exterior no suelen ser muy taquilleros en campaña política. Pero resultaría por completo inexcusable que el próximo gobierno no tuviera en consideración la dimensión internacional que tienen hoy en día prácticamente todos los campos de la acción gubernamental, y por lo tanto, las implicaciones -los riesgos y oportunidades- que de ello se derivan para la política exterior.
Como casi todas las respuestas a las grandes preguntas de las que depende la construcción de un proyecto de nación, la respuesta a la pregunta por el lugar que aspira a ocupar Colombia en el mundo presupone el esfuerzo de construir un consenso sobre lo fundamental. Es ese consenso el que le ha permitido a otros Estados proyectarse eficazmente en el plano internacional, dotarse de un perfil propio, y tener iniciativas de largo aliento que sobreviven a los vaivenes propios de la alternancia política -que es, dicho sea de paso-, una de las virtudes cardinales de la democracia.
Ese consenso debería abarcar, entre otras cosas, el asunto relativo a la manera en que el país empleará su poder para alcanzar sus objetivos y asegurar del mejor modo sus intereses frente a otros actores del sistema internacional. Poder duro que no es sólo militar, como equivocadamente piensan incluso algunos expertos, sino también económico, y aún político y jurídico. Pero también poder blando: la capacidad de hacer que los demás quieran lo que uno quiere, la capacidad de atraer y seducir, de inspirar y de provocar emulación. Y desde luego, combinando siempre de manera prudente ambas formas de poder, en forma de eso que algunos llaman “poder inteligente”.
¿Cómo convertirse en un líder del poder blando para aumentar así el poder inteligente?
En el reporte final del índice Soft Power 30 -que califica los 30 Estados del mundo más destacados por su poder blando- el diplomático británico Tom Fletcher sugiere tres ideas: el Estado que quiera aumentar su poder blando debe tener una narrativa nacional; saber cómo compartirla con otros; y saber cómo y cuándo combinar los recursos disponibles para lograr sus objetivos.
“Una nación -dice Fletcher- debe entender su propia historia y contarla bien”. Así pues, ¿qué historia va a contar Colombia de sí misma? Esta pregunta adquiere una particular relevancia ahora que al fragor del llamado “posconflicto” se puede caer fácilmente en la tentación de “reescribir la historia”, sólo para satisfacer la peregrina idea de que durante los últimos 60 años en el país no habido nada más que conflicto (“guerra”, en la estruendosa retórica promovida por el gobierno Santos); y como si no hubiera habido durante todo ese tiempo en el país -con todas sus limitaciones- una paulatina ampliación y profundización democrática y un mayor progreso social, gracias a un esfuerzo colectivo cuyos logros son tan evidentes como la gran tarea que aún queda por hacer.
Y hay que contar bien esa historia. Son muchas las voces que pueden hacerlo. No sólo la de “nuestro” Nobel de Paz, o la de los negociadores de La Habana y los testigos del proceso. No sólo la de los reinsertados ni la de las víctimas. También la de los empresarios, la de los científicos y la de los pensadores, la de los artistas y creadores, la de los deportistas y la de los transformadores sociales. La de todos aquellos que durante seis décadas hicieron de Colombia una nación que trasciende el conflicto.
Acaso en eso -y no en haber logrado un acuerdo con las Farc- está una de las claves del poder blando del que pueda servirse Colombia en el futuro.