En menos de un suspiro llegan los aniversarios, indetenibles como el cambio de las estaciones. Aniversarios de hechos importantes que han dejado huellas profundas y diferentes emociones en nosotros.
Unos son para celebrar, para sentirnos triunfadores, para agradecer a la vida sus bondades. Fechas relacionadas con amores y pasiones irrepetibles, que al recordarlos nos hacen vibrar: el primer beso, las primeras promesas, los años que llevamos en nuestro matrimonio o en una relación trasendental. Fechas que nos llenan de emoción, como los nacimientos de hijos y nietos.
Celebramos también nuestros triunfos académicos, profesionales, económicos, cada ascenso honroso, y los años que han trascurrido desde que ocurrieron. Aniversarios de papel, de plata, de oro, de diamante; un año, veinte, veinticinco, cincuenta.
Otros aniversarios nos enfrentan a lo más duro que hemos vivido; nos recuerdan los momentos más tristes, más dramáticos, nuestras peores pérdidas. Revivimos la desaparición de aquellos que hemos amado con intensidad, lo impensable, lo que casi sería mejor no recordar, pero que recordamos con una intensidad que a veces nos enferma. El dolor de la muerte de un hijo, lo que la escritora Piedad Bonet llama: Lo que no tiene nombre; la muerte de un compañero amado, de nuestros padres, de nuestros mejores amigos, el fin de un amor, un divorcio. Esos aniversarios también llegan y abren heridas insoportables que enfrentamos como podemos.
La vida está hecha de recuerdos. Para el hombre, además de su muerte, su memoria es, realmente, lo único seguro que tiene. La memoria nos regala lo ya vivido, lo que ya es nuestro. El pasado es casi más importante que el presente y el futuro pues, bueno o malo, ya lo conocemos y nos pertenece.
Este año está lleno de reminiscencias para mí y para todos los que nos graduamos de bachillerato en 1967. Ese aniversario están profundamente ligado a lo que vivimos en nuestra juventud, a quien éramos cuando las hormonas de la adolescencia comandaban nuestras acciones, a esos años de formación y a esos amigos y amigas que nos conocieron cuando la inocencia y espontaneidad nos hacían tan auténticos, tan ilusos y frenteros, tan contestatarios e inquisitivos; cuando éramos “santos” o “demonios”, henchidos de planes e ilusiones; redentores del mundo, salvadores de la humanidad.
Los bachilleres de 1967 este año cumplimos 50 años de salir del colegio, uno de esos aniversarios que a uno le parecía tan distante en la juventud, tan lejano, tan imposible de llegar.
Recuerdo como veía de viejitos a los que cumplían cinco décadas de haberse graduado. Eran unos verdaderos ancianos. Bueno pues ahora esas somos mis compañeras y yo; y, gratamente estamos lejos de sentirnos ancianas.
Somos mujeres, “chéveres”, cargadas de recuerdo, sí, pero también, llenas de planes y energía para efectuarlos. Algunas comenzando carreras nuevas, como artistas, escritoras, investigadoras. Todas activas, mental y físicamente. Luego de cerrar ciclos, hemos comenzando otros nuevos.
Como estuve en varios colegios, este año he celebrado varias veces y con varios grupos de amigas. Volver a ver compañeras, algunas que hacía 50 años no veía, ha sido maravilloso. Es como si volviéramos a ser niñas, es revivir la juventud, reconquistar el tiempo ido. Es darle la bienvenida al pasado y abrirle las puertas del corazón. Un abrazo a mis contemporáneos, todos los que este año celebramos este emotivo aniversario.