En noviembre de 2013, el entonces secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, proclamó sonoramente el fin de la doctrina Monroe, anticipando el que hubiera podido ser, quizás, un giro histórico en los términos de la relación con América Latina. Sin embargo, no hubo tal. Y en lo esencial, la región al sur del Río Grande siguió siendo “el continente abandonado” por Washington -con la atención puesta en otros lugares del mundo-; y la relación interamericana siguió siendo “la relación olvidada”, frente a otras más acuciantes y prioritarias.
Entre tanto, la presencia de actores extra-hemisféricos en lo que antaño fuera considerado el “patio trasero” de Estados Unidos, siguió aumentando y consolidándose. China, Rusia, India -y en menor medida Irán o Turquía- densificaron su relacionamiento con los países latinoamericanos, en distintos ámbitos (del económico al cultural), con arreglo a variados intereses y mediante múltiples estrategias de aproximación. Dicho de otra manera, la retirada de Washington allanó el camino para una creciente diversificación de los interlocutores internacionales de los Estados de América Latina, en un mercado global cada vez más amplio y abierto, no sólo en lo comercial sino también en lo puramente político.
De hecho, algunos países han aprovechado la oportunidad para aumentar su margen de maniobra externo (algunos dirían “su autonomía”, aunque decirlo así no más, sin matices ni con beneficio de inventario, sea siempre bastante engañoso), mediante el desarrollo de cierta “polivalencia” geopolítica. Es decir, de la capacidad de establecer relaciones de distinto contenido, intensidad y profundidad; con un amplio espectro de socios o contrapartes; sin sujeción a precondiciones dogmáticas ni cláusulas de exclusividad; y aprovechando la existencia de una oferta cada vez más amplia.
Así, un país como Nicaragua coopera con Estados Unidos en materia de lucha contra el narcotráfico, recibe asistencia de Rusia en materia de defensa -hospedando en su territorio, a cambio, una estación de seguimiento satelital-, acepta fondos taiwaneses de ayuda al desarrollo y se alinea con China en algunos foros multilaterales.
Como toda promiscuidad, la promiscuidad geopolítica ofrece tantas satisfacciones como riesgos. Al aprovechar las ventajas de una oferta ampliada de interlocutores y proveedores, los Estados pueden disminuir los costos de su acción exterior y satisfacer mejor sus intereses, también internos. Pero como rara vez las relaciones internacionales se limitan a lo puramente material -incluso aunque así lo parezca-, no se sale fácilmente ilesos del creciente intercambio y la interdependencia con socios tan diversos, por muy ocasionales y puntuales que sean.
Sin abandonar un prudente y necesario pragmatismo, y sin caer en el extremo opuesto (“el espíritu de cruzada” contra el cual advertían los partidarios del Realismo), hay que admitir que, por muy neutra que se defina la aproximación, la naturaleza del régimen político y la concepción del orden internacional de quienes intervienen en ella acaba tarde o temprano permeándola. O para decirlo de otro modo: difícilmente alguna relación es pura y solamente material en la política internacional.
Lo que actualmente ocurre en Venezuela es tan ilustrativo como aleccionador. Más allá de la inspiración y la asesoría cubana que tanto han moldeado el experimento chavista y que rodean, como un parapeto, al madurismo; Rusia y China son hoy las fuentes del oxígeno económico y financiero del que depende, en parte importante, la supervivencia del régimen. (También, quizá, porque su propio interés está por ahora vinculado a que así sea). En ese sentido, Moscú y Beijing se han vuelto variables imprescindibles en la ecuación que define la marcha de los acontecimientos en Venezuela, y deben ser considerados como tales a la hora de abordarlos multilateralmente desde la propia región latinoamericana.
En efecto: la “doctrina Monroe” parece haber fenecido. Pero en su deceso hay tanto qué celebrar como lamentar. Sobre todo si el vacío que deja no es colmado por una apuesta renovada y convergente por la democracia y la libertad por los que tanto ha tenido que luchar América Latina a lo largo de su historia.