Colombia, como lo hemos visto y sentido en los últimos años, es una de las sociedades más violentas del mundo. Ese no es un título honroso. Por el contrario, nos avergüenza ante la comunidad internacional. Lo peor es la preocupante tendencia a su aumento, en medio de una preocupante resignación del conglomerado. La mayoría de nuestros compatriotas no se han dado cuenta de las alarmantes dimensiones del fenómeno, o lo consideran normal e inevitable, o dan crédito a las cifras oficiales, siempre orientadas a “tranquilizar”, acudiendo a ingeniosas comparaciones y porcentajes que solamente ocultan la dura realidad.
Además de la violencia planeada y ejecutada por organizaciones terroristas provenientes del narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo; de la ya intolerable, causada por feminicidas e infanticidas, y de la provocada por la creciente inseguridad en las calles de nuestras ciudades, hay otra que se extiende: cada vez son más frecuentes las expresiones de violencia provocadas por la intolerancia. El vecino que reacciona violentamente contra quien, a altas horas de la noche, le solicita bajar el volumen de la música; el que la emprende a golpes contra quienes le sugieren el uso correcto del tapabocas; el que, con un destornillador, asesina a otro por llevar un perro sin bozal; el que dispara a un limpiavidrios por tocar su carro sin permiso; el que discrimina a personas que no comparten ideas políticas, creencias religiosas o preferencias sexuales, son algunos de los casos en que, por cualquier motivo -casi siempre insignificante- una o varias personas resultan muertas o gravemente heridas, humilladas o atacadas verbal o físicamente. Demostraciones de egoísmo, soberbia, envidia o rabia, de quienes no valoran los derechos o gustos de los demás, y menosprecian la dignidad, la vida, la libertad y la integridad de las personas, superponiendo sus propias concepciones o su particular y caprichoso interés.
En cuanto es indispensable para una convivencia racional y pacífica, no cabe duda en el sentido de que la tolerancia es un principio de primer orden en el seno de cualquier sociedad. En el caso colombiano, como resulta de varias normas constitucionales y de la jurisprudencia, podemos afirmar que la tolerancia es un principio constitucional. Surge de conceptos esenciales como la dignidad del ser humano, cuyo respeto se constituye en uno de los fundamentos del orden jurídico; del pluralismo; de la libertad individual en su más pura esencia; de la autonomía personal; de la igualdad, sin discriminaciones; del reconocimiento a la diversidad de opiniones, creencias, género, raza, oficio, nivel económico, intelectual o profesional; de la auténtica democracia, los Derechos Humanos y el Estado Social de Derecho, que son imposibles en un clima de generalizada intolerancia, en especial si se combina con la violencia.
Desde luego, se requiere la formación en la tolerancia y en el respeto a la dignidad humana. Desde la primera infancia en adelante, se debe formar al niño y al adolescente, inculcándoles esos valores. Y, como lo ha repetido la jurisprudencia constitucional, la realización efectiva del derecho a la educación exige un proceso de interiorización y práctica efectiva del pluralismo y la tolerancia, fundamentales para la convivencia armónica en el interior de la sociedad.