Cuando se negoció el acuerdo de paz con las Farc, para poner fin a la guerra, se reconoció como una de las causas principales del conflicto armado, la disputa por las tierras rurales en el país. El despojo violento, la usurpación, la informalidad en las transacciones sobre la tierra, el acaparamiento, la apropiación de baldíos, el desecamiento de ciénagas y humedales para correr las cercas y ganarle tierra al agua, la tala indiscriminada de bosques para ampliar la frontera agrícola, la adjudicación de tierras de manera ilegal a quienes no tenían derecho a recibirlas, son situaciones que históricamente han ocurrido en nuestro país. Durante un siglo el Estado colombiano ha intentado crear marcos legales, entidades y procesos que permitan prevenir y reversar estas situaciones.
Es indudable que la construcción de paz en Colombia pasa por el cumplimiento del punto agrario del acuerdo, que incluye un reparto de tres millones de hectáreas para población campesina, a partir de las tierras que alimentan el fondo de tierras. Las cuales en su mayoría corresponden a baldíos que el Estado debe recuperar a través de actuaciones administrativas de la entidad agraria, de procesos para identificar, deslindar y recuperar materialmente terrenos de la Nación, en cumplimiento de la ley 160 de 1994. Básicamente, la construcción de paz implica cumplir la finalidad del Estado Social de Derecho de avanzar en el cumplimiento de la reforma agraria.
Dándole la espalda a este compromiso histórico, el Plan Nacional de Desarrollo omite dar cumplimiento al elemento de reforma agraria del acuerdo de paz, y ahora, mediante injertos a dicho Plan de Desarrollo, se intenta reformar de manera subrepticia la legislación agraria, introduciendo “micos” para sanear la apropiación ilegal e ilegítima de baldíos por parte de particulares que aprovechándose del desorden del Estado en la administración de sus territorios se hicieron a tierras de mala manera. Estamos ante una contra reforma disfrazada.
Legalizar el despojo de baldíos de la Nación, vía prescripción judicial, burla la línea jurisprudencial de las altas cortes sobre imprescriptibilidad de baldíos, en especial de la Corte Constitucional que ha vuelto a desempolvar la discusión sobre la necesidad de que el Estado cense e identifique todas sus tierras para prevenir la apropiación ilegal por particulares y el consecuente detrimento patrimonial del Estado (recordar sentencia T-488 de 2014). Además, cambia la destinación de estos bienes públicos que pasan de ser la base para una reforma agraria, a una privatización de tierras en pocas manos.
La reforma agraria de último minuto que se está cocinando en el Congreso, busca derogar la prohibición de la concentración de tierras, avalándola para casos de utilidad pública e interés social, sin las salvaguardas y limitaciones que había fijado la Corte Constitucional a propósito de las Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social- Zidres, tales como: dar prioridad a la dotación de tierras a la población campesina y étnica, respetar normas ambientales, hacer alianzas en condiciones de equidad y respeto entre grandes, pequeños y medianos.
La contra reforma es tal que además de permitir la prescripción y apropiación del patrimonio público, y avalar sin términos la concentración de tierras, también reconoce una nueva categoría de “expectativas de propiedad” que prácticamente pretende constituir un nuevo derecho real de privados sobre tierras públicas, esto último sin aplicación siquiera de los límites de la Unidad Agrícola Familiar.
Algunos miembros del partido Centro Democrático están, pues, interesados en borrar de un plumazo la política agraria progresista que se dio Colombia a partir de los acuerdos de paz. Y muy especialmente del punto número 1 dedicado a la transformación rural integral. Estamos, pues, frente a un intento de contra reforma que busca entrar de puntillas, sin dar la cara, aprovechándose de ese desorden monumental en que se ha convertido el Plan de Desarrollo.
Y mientras tanto, el gobierno -que dice respaldar los acuerdos de paz- callado.