No siempre es fácil entender la lógica con que funcionan las organizaciones internacionales. Con mucha frecuencia sus decisiones son resultado de complejos e inestables equilibrios, de frágiles -pero necesarios- compromisos entre intereses divergentes, y en todo caso, son el vivo reflejo de realidades políticas -a veces mezquinas- antes que de abstractos principios e imperativos morales. Las organizaciones internacionales son, sobre todo, lo que los Estados hacen de ellas. Quizá debería ser de otro modo. Pero el mundo es cómo es, y al menos por ahora, con todos sus problemas, fallas y limitaciones, las organizaciones internacionales son uno de los principales instrumentos de la gobernanza global y además, uno nada desdeñable.
La XXIX Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA concluyó el lunes pasado sin que se adoptara una declaración sobre la situación en Venezuela. Ninguno de los dos proyectos presentados obtuvo la mayoría requerida, pero el más votado -el cual instaba a Caracas a “reconsiderar” la Constituyente madurista- obtuvo 20 de los 23 votos necesarios. Eso no es poca cosa. Ese resultado -y otros detalles del proceso, como la abstención de países como Ecuador, tradicional valedor de Venezuela y socio del ALBA- ponen en evidencia dos cosas de la mayor importancia.
Primero: la existencia de un consenso mayoritario en el hemisferio sobre la gravedad de lo que está ocurriendo en Venezuela. Y segundo: la erosión de la influencia diplomática de ese país y de sus afinidades ideológicas con otros gobiernos, factores ambos que durante mucho tiempo blindaron al régimen chavista en los escenarios multilaterales. La ausencia de declaración está muy lejos de haber sido un triunfo diplomático de Maduro, cuyo aislamiento internacional es cada vez más notorio.
Ahora bien, incluso un pronunciamiento unánime -con la ausencia obvia de Venezuela-, habría alterado muy poco la situación sobre el terreno. Como lo dijo el secretario general de la OEA, Luis Almagro, en una entrevista concedida a la televisión alemana, “las dictaduras caen desde adentro, no por presión internacional”. En efecto: la presión internacional tiene un impacto limitado en las dinámicas políticas internas. En el caso de Venezuela, ninguna presión internacional cambiará por sí sola la relación de fuerzas entre las partes en conflicto: el Madurismo y la oposición (incluyendo algunos sectores del Chavismo que, de manera creciente, se sienten traicionados por la deriva dictatorial de Maduro y su entorno).
Es cierto, además, que la fallida “mediación” de Unasur -de cuya falta de neutralidad no puede ya caber ninguna duda- ha enrarecido el clima para una mediación o facilitación internacional, como el “grupo de contacto” propuesto por varios países, entre ellos Colombia.
Todo ello obliga a moderar las expectativas sobre lo que puede o no hacer la “comunidad internacional” frente a lo que pasa en Venezuela; y a matizar también el juicio que se haga sobre el papel de la OEA y el resultado, si se quiere magro pero en modo alguno insignificante, del reciente encuentro de Cancún.
En efecto: sería un error considerar que la acción colectiva internacional sea inocua, o que deba claudicarse ante el colapso de la democracia y el Estado de derecho en Venezuela. Con seguridad, no será la “comunidad internacional” la que saque a Venezuela de la encrucijada en que actualmente se encuentra. Pero no cabe duda de que puede contribuir a allanar el camino -largo, accidentado y sinuoso- que los venezolanos, por sí mismos pero no en solitario, tendrán que recorrer para salir de la crisis política, económica y social, a la cual los ha conducido el fallido experimento del Socialismo del siglo XXI y la Revolución Bolivariana.
Coda. Entre tanto, ¿Dónde está la izquierda latinoamericana? Su silencio ante los exabruptos anti-constitucionales y la represión -los “gasecitos lacrimógenos”, como los llamó Maduro- es, por decir lo menos, ensordecedor. Hay una izquierda democrática, así como hay una derecha democrática. Ya es hora de que la izquierda latinoamericana decida qué tipo de izquierda quiere ser.
*Profesor y director académico del Instituto H. Echavarría