En la reforma política que con tantos afanes fue aprobada, aparece un artículo que dice así: “Por lo menos una quinta parte del presupuesto nacional de inversión se denominará Inversión de Iniciativa congresional. El Congreso de la República, por iniciativa de sus miembros y con aprobación de las plenarias, podrá solicitar la inversión en proyectos específicos que previamente hayan sido aprobados por el Departamento Nacional de Planeación”.
Este artículo, al que aún le faltan afortunadamente varios debates parlamentarios para convertirse en acto legislativo, tiene sin embargo todas las posibilidades de incorporarse al texto de nuestra Constitución Política a juzgar por las amplias mayorías parlamentarias que la están respaldando.
Es realmente sorprendente que un gobierno como el actual, que ha hecho de la llamada “lucha contra la mermelada” una de sus principales banderas, no haya alzado la voz para oponerse rotundamente a este adefesio.
Tal como está redactada la iniciativa constituye ni más ni menos que una nueva modalidad de los “auxilios parlamentarios” que consagró la Constitución de 1968, pero cuya cuantía excede de lejos la que llegó a tener aquella malhadada práctica. En efecto, a diferencia de los llamados “cupos indicativos” en los cuales hay normalmente un ministro de por medio, acá no lo hay. Simplemente el 20% del presupuesto de inversión de la Nación se distribuirá automáticamente entre los parlamentarios.
Se dice que con esta fórmula los parlamentarios readquirirán su derecho a asignar el gasto público. Lo cual no es cierto. Pues lo que se logra es que una suma inmensa como es el 20% del presupuesto de inversión quede escriturada políticamente a los congresistas, con todas las mañas políticas y los riesgos de corrupción que ello entraña.
La prerrogativa constitucional que asiste a los congresistas para disponer lo concerniente al gasto público se expresa en su facultad constitucional de aprobar el presupuesto Nacional como un conjunto. Pero no en disponer de la gabela de tener asignada para provecho político propio una porción equivalente al 20% del presupuesto de inversión.
El Gobierno debió poner el grito en el cielo cuando esta iniciativa fue presentada. Pero no lo hizo. Y con ello pierde toda autoridad política para rechazar en adelante cualquier práctica clientelar que tenga que ver con el presupuesto nacional.
Por otro lado, 20% del presupuesto de inversión es una cifra que excede de lejos toda sindéresis. Si se tiene en cuenta que no más del 10% del presupuesto de inversión de la Nación es de libre asignación, porque el otro 90% ya está predeterminado por la misma Constitución o la ley (pensiones, transferencias, subsidios, etc), no se sabe de donde se piensa que vaya a salir el 20% de la inversión anual del presupuesto central del país para atender los caprichos parlamentarios.
Uno de los mayores problemas de la Hacienda Pública colombiana es la inflexibilidad del gasto. Una inmensa cantidad de los recursos públicos no entran en el ejercicio normal de una planeación presupuestal. Ello se hace imposible dada la preasignación que la propia constitución y las leyes le han ido fijando al gasto público. Con esta norma de la reforma política no se hace otra cosa que recortar, aún más, el ya estrecho margen de maniobra que al gobierno -como máximo rector de la planeación presupuestal- le queda para fijar las prioridades anualmente del gasto público.
No sólo es lamentable la ligereza con que se viene reformando a diario nuestra Constitución, sino que, aún más deplorable, la falta de liderazgo que el Gobierno está mostrando al admitir que se le incorpore a nuestra carta política un verdadero orangután como éste en virtud del cual los parlamentarios tendrán una especie de derecho de pernada sobre el 20% de la inversión pública del país.