“Oportunidad para refrendar apuesta por la democracia pluralista y la libertad económica”
Los recientes comicios celebrados en Chile y Honduras marcan el inicio de un ciclo electoral crucial para América Latina. Entre el mes que acaba de concluir y 2019, contra un telón de fondo excepcional, 14 países acudirán a las urnas para elegir Presidente y renovar sus Legislativos. Y está, además, el proceso de sucesión (¿de qué otra forma podría llamarse?) de Raúl Castro en Cuba, en caso de que finalmente cumpla su anuncio de no postularse una vez más para ocupar -al menos explícitamente- la jefatura del régimen.
¿Qué es lo que hace excepcional el escenario electoral de los próximos dos años en la región?
Durante la década de 1990 se produjo en América Latina una suerte de doble convergencia. Por un lado, una convergencia política, resultado de la convicción compartida de que la democracia liberal representativa constituía un logro que había que defender y consolidar para dejar atrás, de manera definitiva, la ominosa experiencia autoritaria de la que tanto había costado deshacerse y cuyo único vestigio era el Castrismo cubano. Por el otro, una convergencia alrededor de la economía de libre mercado y la apertura comercial como elementos clave de la ecuación del desarrollo.
Esa doble convergencia se rompió durante la década siguiente, con la llegada al poder de líderes que en varios países emplearon los instrumentos de la democracia para subvertirla, aferrarse al poder y erosionar el Estado de Derecho, aupados en la frustración de amplios sectores de la población frente a las élites políticas tradicionales -anquilosadas y sin liderazgo ni proyecto- y frente a las promesas de un progreso que, aunque en efecto se produjo, llegó tras un duro proceso de ajuste y de manera muy desigual.
Una bonanza de materias primas dio oxígeno económico a estos proyectos, presentados como “alternativos” y “progresistas”, y a otros que, aunque más edulcorados, se sumaron a ellos en una nueva ola de populismo -según un recetario bien conocido en la región-.
Pero ahora la bonanza se acabó y el crecimiento económico se ha ralentizado. Una sombra de incertidumbre y vulnerabilidad se extiende sobre la “nueva clase media” que emergió al amparo, en buena medida, de políticas asistencialistas que ya no resultan sostenibles. ¿Qué pasará si sus demandas crecientes por más y mejores bienes y servicios públicos no pueden ser atendidas? ¿Qué ocurrirá si se produce una recaída en la pobreza?
Varios países experimentan la resaca que, invariablemente, sigue a la embriaguez del populismo y puede llevar a él de nuevo. En otros, este resiste pertinazmente (Bolivia) o evoluciona en algo más perverso todavía (como la “tiranía oligopólica” que impera en Venezuela). Puede que en alguno (Nicaragua) el populismo goce incluso de buena salud. Y no puede descartarse que, aunque a destiempo, reclame alguna victoria todavía (como en México, en la persona del “Mesías tropical” impecablemente retratado por el historiador Enrique Krauze).
La confianza de los latinoamericanos en la democracia y en sus instituciones ha venido decreciendo sostenida y significativamente (del 67% en 2014 al 56% este año). Partidos políticos, parlamentos, jueces y tribunales, los procedimientos y las autoridades electorales, han perdido buena parte de su credibilidad ante la ciudadanía. La corrupción, la mala calidad del liderazgo político, la disfuncionalidad de las instancias representativas, la ineficacia de la acción gubernamental -entre otros factores- socavan los fundamentos de las instituciones.
Es cierto que cada país experimenta estas realidades de manera distinta, y que su devenir histórico y su capital institucional y social son muy diferente. Pero no cabe duda de que en los próximos años, a la hora de decidir su futuro, todos enfrentarán una disyuntiva parecida: la de refrendar su apuesta por la democracia pluralista y el Estado de Derecho, y por la libertad económica, para reconstruir el orden político e impulsar el progreso social; o la de ceder, una vez más, ante el espejismo del personalismo carismático, la demagogia anti-política, y el estatismo redentor… con consecuencias ya por todos conocidas.