En el sistema democrático que consagra nuestra Constitución se aplica el principio de separación de funciones entre las ramas y órganos del poder público. En sustancia, se trata de impedir su monopolio y de conseguir que “el poder detenga al poder”, como lo expresara el Barón de Montesquieu en su obra inmortal “El espíritu de las leyes”. Para el autor francés, quien tiene poder se inclina normalmente a incrementarlo y a prolongarlo en el tiempo, y no es extraño que, si no encuentra límites, tienda a abusar del poder que tiene. O, como dijera el inglés Lord Acton, “el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
En desarrollo de ese postulado, quien tiene a su cargo la función legislativa no debe ser el mismo que, en aplicación de la ley, gobierna o administra, y quien juzga no debe pertenecer a ninguna de esas dos ramas, ni depender de ellas. La concentración del poder afecta a los gobernados -al pueblo, titular de la soberanía- y, por tanto, lesiona y contraviene el principio democrático.
Son las tradicionales tres ramas del poder público, a las cuales se han sumado, en la actualidad, otros órganos que, en razón de sus funciones -por ejemplo, las de control o las electorales-, también deben gozar de plena independencia.
Los aludidos conceptos han sido acogidos por las constituciones colombianas desde 1811, y hoy los plasma el artículo 113 de la Carta Política de 1991, cuando, al lado de tales ramas, prevé otros órganos, autónomos e independientes, para el cumplimiento de las demás funciones estatales. Según su texto, esa separación funcional no impide la colaboración armónica, para la realización de los fines estatales.
La Constitución consagra la función legislativa en cabeza del Congreso, al cual, según su texto, le corresponde “hacer las leyes”. Ellas pueden tener origen en los proyectos provenientes de sus propios miembros, en el Gobierno, en los órganos previstos en la Carta, o en la iniciativa popular. En algunas materias, la iniciativa es privativa del Ejecutivo, pero es el Congreso, en sus comisiones y en sus dos cámaras, el que decide, siguiendo los trámites establecidos en la Constitución y en el Reglamento. El Congreso, en su seno -como titular de la cláusula general de competencia-, discute las iniciativas y las aprueba, imprueba o modifica.
Esas son las reglas del juego. Si el Gobierno considera importante la expedición de una determinada ley, o su modificación o derogación, formula el correspondiente proyecto, tal como estima que debe quedar la ley, lo presenta -con exposición de motivos- al Congreso, y es éste el que decide. El Ejecutivo cumple su tarea llevando a las cámaras su propia iniciativa y, de ahí en adelante, la palabra la tiene el Congreso.
Carece de sentido, entonces, exigir que los proyectos gubernamentales requieran la previa aprobación de sus textos por las directivas partidistas para que puedan iniciar su trámite legislativo. Aunque las bancadas son de los partidos, debate y votación se deben dar formalmente en comisiones y cámaras, respecto a proyectos presentados, no en convenios y compromisos previos a su presentación, porque sobraría el trámite constitucional y, para expedir las leyes, bastarían los acuerdos políticos.