Soberanía y derechos humanos
Henry Kissinger, a sus 89 años, es aún el brillante estratega internacional que, durante su permanencia como Secretario de Estado (1973-74) fue el arquitecto de la política de détente con la Unión Soviética y del restablecimiento de relaciones con la China de Mao. Su agudeza internacional la demuestra en reciente artículo en el Washington Post (junio 1) en el que analiza la nueva tendencia en las relaciones internacionales respecto a la doctrina de soberanía nacional nacida en 1648 con los tratados de Osnabrück y Münster, mejor conocidos como la Paz de Westfalia. Allí se puso fin a la Guerra de los 30 años en Alemania y a la Guerra de los Ochenta Años entre España y los Países Bajos, guerras debidas en gran medida, aunque no exclusivamente, a razones ideológicas, la religión. Un Estado entraba en guerra con otro para imponerle sus ideas. En adelante, se convino, los Estados serían soberanos dentro de sus fronteras, dentro de las cuales podrían hacer lo que a bien tuvieran, inclusive imponer a sus ciudadanos los más oprobiosos tratamientos. Manifestaciones de esta doctrina vemos a diario cuando un gobierno critica la conducta de otro, el que entonces invoca el llamado “principio de no intervención” como lo hacen Chávez y Correa frecuentemente.
Hoy, debido fundamentalmente a nuevas interpretaciones sobre derechos humanos y la correspondiente sensibilización de los pueblos a su violación, el concepto de soberanía nacional no es el dogma de antaño. Pruebas, las intervenciones militares en Kosovo y Libia, lo mismo que la Corte Penal Internacional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (bajo ataque de intervencionismo por Chávez y sus seguidores) y varios otros tribunales ad-hoc. Kissinger, el pragmático, nos recuerda cómo el evitar las masacres de las guerras europeas de religión justificaron el precepto de soberanía “unidad básica del orden internacional” y los peligros de apartarnos mucho de él, aunque sea para avanzar los principios democráticos y humanitarios, destacando que, generalmente, en toda situación humanitaria está también envuelta una situación estratégica, es decir, de interés político. Trae el ejemplo de Siria donde a la preocupación por las atrocidades humanitarias se añaden los temas estratégicos de su alianza con Irán, Hamas y Hezbolá. Cuando un país interviene para reemplazar a un gobierno determinado sin tener asegurado su reemplazo se corren muchos riesgos, como de que se forme un vacío de poder que origine una (nueva) guerra civil (Somalia, Libia) o que los intervinientes calculen mal los recursos necesarios y deban abandonar la partida antes de asegurar una sucesión deseable, casos de la Unión Soviética en Afganistán (1979-89) o de los Estados Unidos en Vietnam (1960-75), Irak (2003- 11) y Afganistán (2001).
La conclusión que saca Kissinger es que un orden internacional que confunda guerras internacionales y civiles sin un concepto estratégico estructurado arriesga que al reaccionar ante una tragedia humana más bien facilite otra.