La reciente adquisición de Simon & Schuster (S&S) por parte de Kolhberg Kravis Robert (KKR) pasó inexplicablemente desapercibida para la relevancia cultural que dicha operación encarna en nuestro universo literario. Por un lado, no sólo estamos hablando de la cuarta casa editorial más grande de los Estados Unidos, que entre su catálogo presume de un Nobel aquí y un Pulitzer allá y de autores con un peso específico altamente significativo como Stephen King o monstruos superventas como Colleen Hoover, quien esta semana tiene cinco de sus novelas en la lista de los más vendidos de The New York Times, sino de un debate mucho más profundo sobre quiénes deberían ser los dueños de la tinta en un mercado de equilibrio tan delicado como lo es el de la producción de libros.
Desde que en 2020 Paramount Global anunció su intención de vender S&S, la transacción ha sido una seguidilla de dramas jurídicos, principalmente por el intento fallido de Penguin Random House (PRH) por hacerse con esta joya de la corona y que, tras la férrea oposición del gobierno Biden por intermediación del Departamento de Justicia, nos dejó para la historia jurisprudencial la exquisitamente compleja sentencia United States v. Bertelsmann que echó por tierra la operación. Si bien el cambio de guardia en favor de KKR supera de entrada el escollo sobre una posible afectación a la libre competencia con el que se topó PRH en su momento, lo cierto es que la total desconexión de los nuevos amos de S&S con el mundo editorial genera ciertas reservas en una opinión pública que cruza los dedos y sólo desea lo mejor para este ícono centenario de la literatura americana.
El problema principal radica en que, históricamente, los fondos de inversión de Wall Street han sabido granjearse (y no con poca razón) una polémica reputación a raíz de las prácticas y decisiones empresariales que algunos de ellos implementan sistemáticamente tras la compra de activos jugosos. Los recortes agresivos de gastos, la segmentación de líneas de negocio para su venta posterior e, incluso, el forzoso apalancamiento de toda la transacción en una recalentada capacidad de endeudamiento de la sociedad adquirida son estrategias comerciales que ya están muy vistas por aquellos lares y que hacen que más de uno en el gremio esté aguantando la respiración a la espera de los primeros movimientos de KKR una vez reciba las llaves de S&S.
Para quienes de una u otra forma han estado involucrados en la industria editorial, y más aún en el sector independiente o de nicho, saben que ésta emula más la labor de un taller de alfarería que la de una fábrica de salchichas. Al no ser los libros bienes de primera necesidad o medios de producción sino caprichos de nuestro yo intelectual que sólo generan plusvalía para el alma, es entendible que haya cierto escepticismo sobre la capacidad de KKR para armonizar su innata búsqueda de rendimientos económicos con la misión, algo altruista, de las editoriales que, más allá de los balances financieros, sólo pretenden fomentar la cultura. Ojalá sea posible.
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