La catástrofe en que se ha convertido Venezuela no es responsabilidad exclusiva de Nicolás Maduro, el talentoso chofer de bus que llegó al Palacio de Miraflores aupado no sólo por la unción de Hugo Chávez, sino también por gracia de sus padrinos cubanos. Tampoco tiene su origen en el fin de la más reciente bonanza petrolera, sino que se remonta a la Venezuela Saudita de los años 70: la que alumbró un Estado rentista, inhibió el desarrollo empresarial, y dio pábulo a una extendida cultura parasitaria de subsidios y prebendas. Ni se explica sólo como consecuencia de la deriva autoritaria del régimen, pues el fin de la República no se habría producido sin el suicidio de la clase política -mezcla de incompetencia y corrupción-, y tampoco sin la connivencia de distintos sectores de la sociedad, movidos por la frustración y la emoción, y presas de una pasmosa ingenuidad.
El castrismo siempre le tuvo ganas a Venezuela. No en vano, la eligió como punta de lanza de su estrategia para penetrar América Latina mediante la promoción y el financiamiento de grupos subversivos, como las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional. El compromiso con la democracia de figuras como Rómulo Betancourt salvó la suerte de Venezuela, y en su caso, además, prohijó una doctrina precursora de lo que hoy son las “cláusulas democráticas” que con frecuencia se incorporan al acervo de las organizaciones internacionales -aunque con menos frecuencia se apliquen eficazmente-. Sobreviviente de sí misma, la Revolución Cubana encontró en Chávez y el socialismo del siglo XXI la compensación de sus esfuerzos fallidos, y se sirvió de Venezuela para obtener oxígeno tanto para su lastrada economía como para su anquilosado discurso.
El petróleo ha sido destino y maldición de Venezuela. Acaso sin él, ni la clase política ni la dirigencia económica hubieran optado por la indolencia y la molicie, arrullados por los millones de barriles que guardan sus reservas. Sin él, la sociedad venezolana no se hubiera acostumbrado a una cómoda abulia, al goce irresponsable de una barata abundancia de la que, sin embargo, no pocos sectores estuvieron excluidos. Y acaso sin el petróleo no se hubieran creado las bases de esa ominosa dependencia clientelar que existe entre el Estado y la sociedad, y de la cual las misiones chavistas no son más que la hipertrofia.
La clase política, la élite histórica de adecos y copeyanos, pudo haber salvaguardado la democracia en Punto Fijo. Pero a la postre, dejó que Punto Fijo degenerara en mero inmovilismo. Incapaz de oír las voces que reclamaban ser tenidas en cuenta, las dejó al alcance del primer oportunista que supo quitarles la sordina, y que compuso con ellas una sinfonía de reivindicaciones y reproches que luego tuvo cómo convertir en plegarias atendidas. Cierta propensión al suicidio y al canibalismo son hoy herencia triste que pesa sobre la oposición democrática, algún sector de la cual sigue tan obsesionado con la salida de Maduro, que no se ha dado tiempo para pensar el día siguiente.
También hay otros responsables, menos visibles y evidentes. Los intelectuales y pseudo intelectuales que aún hoy prestan sus servicios al régimen -algunos a cambio de jugosas remuneraciones-: los Chomsky, los Boaventura de Sousa, los Stone, los Penn, y otros más anodinos, como los podemistas, Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero. Cierta izquierda titubeante, incapaz de llamar las cosas por su nombre, y dispuesta a transigir su compromiso con la democracia por las falsas promesas del chavismo. Ciertos líderes políticos, que desde la lejanía admiran lo que no conocen y excusan lo que no sufren: desde el inglés James Corbyn hasta el reverendo Jesse Jackson, y el desubicado Rodríguez Zapatero.
Pero entre todos, especialmente el señor Samper Pizano, cuyo verdadero talante político acaba de ser abiertamente desvelado, y de quien la historia dará cuenta algún día como cómplice de la dolorosa convulsión que se ha llevado por delante las instituciones, la economía y la esperanza de progreso de los venezolanos.