Ni en la política interna, ni mucho menos en la política internacional ni en la política exterior de las naciones, existen las panaceas ni las sinecuras. Toda decisión, toda alternativa implica costos que el estadista -apelando a toda la prudencia posible- debe sopesar. El recurso a uno u otro instrumento de la política exterior -desde la persuasión hasta la coacción, pasando por el compromiso- implica una elección, y como toda elección, el rechazo de otras alternativas. Lo que funciona una vez, no funciona siempre. Y lo que funciona con uno, no funciona con todos.
Así pasa también con el multilateralismo, es decir, con la acción colectiva a través de organizaciones internacionales. Éstas son un invento relativamente reciente -que se remonta tan sólo a mediados del siglo XIX-, pero experimentaron un auge masivo después de la II Guerra Mundial y hoy se cuentan por cientos. Hay unas muy conocidas (como la omnipresente ONU), y otras que lo son menos (como la Comunidad del Coco de Asia-Pacífico, integrada por 18 Estados que producen cerca del 90 % de ese fruto y sus derivados a escala mundial).
Varias razones explican la proliferación de organizaciones internacionales, una verdadera miscelánea de siglas a veces indescifrable. Para empezar, su establecimiento fue propiciado por el liberalismo impulsado por los Estados Unidos en la posguerra, el cual implicaba un orden internacional basado en reglas e instituciones formales. Pero también, porque las organizaciones internacionales ofrecen ciertas ventajas y facilitan el relacionamiento de los Estados a la hora de cooperar y de sincronizar sus expectativas.
A veces, sin embargo, las cosas no funcionan bien en las organizaciones internacionales. A pesar de su relativa autonomía, a la hora de la verdad las organizaciones internacionales son lo que los Estados hacen de ellas. Ahí está, por ejemplo, Unasur, convertida en un elefante blanco, de infausta recordación para los venezolanos (y los demócratas de América Latina), y tan venida a menos y fracturada ideológicamente que hace varios meses está vacante el puesto de secretario general.
En otras ocasiones las organizaciones internacionales hacen más daño que bien. Su intervención empeora las cosas en lugar de mejorarlas. Agravan los conflictos y las disputas en lugar de contribuir a resolverlos. Su funcionamiento y mantenimiento resulta demasiado oneroso frente a los beneficios reales que generan. O acaban entorpeciendo la consecución de los objetivos que deberían haber contribuido a lograr. O, simplemente, acaban capturadas por los intereses de unos pocos Estados, convertidas es meros instrumentos de su política exterior y empleadas como palestra en la que compiten por imponerse unos sobre otros.
Por eso a veces los Estados deciden retirarse de las organizaciones internacionales -y está bien que puedan hacerlo-. Por eso a veces los Estados resuelven liquidar una organización internacional que ha perdido su eficacia, su eficiencia y su legitimidad.
La semana pasada la decisión fue de Estados Unidos, de retirarse -otra vez- de la Unesco. Lo había hecho ya en 1984, en plena Guerra Fría, argumentando sospechas de corrupción en la organización y denunciando su “inclinación” pro-soviética. Tardó casi veinte años en reincorporarse. Y ahora ha vuelto a abandonarla, pues a su juicio resulta preocupante el sesgo anti-israelí que ha adoptado desde hace algunos años, y porque acaso no tenga tampoco ningún interés en seguir acumulando pagos pendientes con la entidad, a la que ya adeuda más de 500 millones de dólares.
Es probable que en la práctica poco o nada cambie en relación con la Unesco y su área de trabajo -la educación, la ciencia y la cultura-. Pero los Estados Unidos -que desde antes de Trump parecen estar entrando en un estado de “introspección”- tendrán que pagar un precio por no estar ahí o en otras instancias multilaterales: el de ver cómo otros ocupan y aprovechan el lugar que van dejando vacío. Y puede que a la larga ese precio acabe siendo aún más oneroso que el de haberse quedado, incluso a contrapelo.