El dogmatismo es siempre un mal consejero. Impide percibir adecuadamente los signos de los tiempos. Induce a error al momento de evaluar la eficacia de las decisiones previamente adoptadas y las valida con independencia de sus resultados, sólo por el mérito de la idea que las inspira. Dificulta la adaptación a nuevas realidades y aumenta los costos del cambio, incluso hasta hacerlo virtualmente imposible de sufragar. Supone una desventaja cognitiva que con frecuencia aprovechan competidores y rivales más pragmáticos y menos aferrados a sus propios prejuicios. Y sobre todo, es incompatible con una aproximación realista a los asuntos internacionales.
Durante varias décadas la política exterior de Estados Unidos hacia Cuba estuvo impregnada de dogmatismo y “espíritu de cruzada”. Aun así, años y años de bloqueo no minaron para nada los fundamentos de la dictadura castrista. Antes bien, como si se tratara del mejor regalo que los Castro pudieran haber deseado, esa política proporcionó al régimen el argumento perfecto -el del bloqueo y la amenaza imperialista, el de la agresión permanente, el del Goliat capitalista ensañado con el David revolucionario- para militarizar la sociedad, para sustituir las instituciones por el hermanamiento indisoluble entre ejército y partido, para presentarse como víctima y encubrir su condición de victimario, y para seguir inspirando en otras latitudes émulos de un proyecto evidentemente fallido.
Al abandonar ese dogmatismo y apostar por un enfoque más pragmático, Barack Obama no hizo más que reconocer la contundencia de los hechos. Habría que ser muy ingenuo, o dogmático (aunque en otro sentido), para esperar como consecuencia un cambio inmediato de régimen en Cuba. Pero en el mediano plazo, el “deshielo” habría privado al régimen de su mejor y más eficaz excusa. (Y de paso, abriría una oportunidad para liberar las relaciones interamericanas del lastre al que estaban sometidas por cuenta de la intratable “cuestión cubana”).
Ahora Trump regresa al dogmatismo, revocando el giro de su predecesor, para regocijo del anticastrismo histórico en el exilio, y también -¡vaya paradoja!- del castrismo más recalcitrante del otro lado del estrecho, justo cuando empiezan a alistarse los partidores para la eventual sucesión del “joven” Castro en 2018.
A los comunistas cubanos más radicales y ortodoxos, el anuncio hecho desde el Teatro Manuel Artime de Miami les proporciona la mejor justificación para que todo siga igual en la isla: el retorno al pasado. Tal vez por eso recelaban de Clinton y no ocultaban su preferencia por Trump el año anterior, porque intuían que, gracias a él, podrían hacer del Castrismo algo grande otra vez.
*Profesor y director académico del Instituto H. Echavarría