Con un Congreso tan desprestigiado -más del 60 % de los ciudadanos tienen una percepción negativa de él-, resulta difícil insistir en lo que, en otras circunstancias sería una verdad de Perogrullo: que el Congreso es una de las instituciones más importantes de la democracia; que no puede haber verdadera democracia sin Congreso; y que, en el peor de los casos, por muy malo que sea un Congreso, es mejor tener un Congreso que no contar con uno en absoluto. Si ser colombiano es un acto de fe -como dijo Borges en un cuento memorable-, el día de hoy, cuando se elige el Congreso para el periodo 2018-2022, todos los ciudadanos deberían sobreponerse a la decepción y el desencanto -eso que muchos llaman “indignación”-, para apostar por elegir Senadores y Representantes que estén a la altura de su investidura y a la altura de los desafíos que tiene que encarar el país de manera urgente y que definirán la trayectoria de la nación hacia el futuro.
Razones sobran para la “indignación”. El deterioro de la ética pública, especialmente palmario en la conducta de algunos congresistas que abusan de su cargo en beneficio propio y en beneficio de sus clanes familiares, algunos de los cuales operan como verdaderos carteles políticos. La contaminada y espuria relación entre el Legislativo y las otras ramas del Poder Público -especialmente con el Ejecutivo-, que ha llevado a insospechados niveles de maestría la práctica de comprar gobernabilidad con los recursos públicos. La factura cada vez más abultada que pasan al país los malos diseños institucionales -por ejemplo-, en materia de régimen y sistema electoral. El desmoronamiento de los partidos políticos, convertidos en meros clubes de intereses creados e hipotecados al propósito de mantener a toda costa sus cuotas burocráticas… El diagnóstico se ha repetido muchas veces y es de sobra conocido.
Para rematar, no son pocos los políticos -muchos de ellos disfrazados de anti-políticos- que intentan pescar en el río revuelto de la crisis, y no hacen sino denigrar de las instituciones, mientras dejan caer en los oídos de la opinión mensajes seductores con los que sobre-excitan la “indignación” de la gente. “Indignación” que, por otro lado, utilizan para atribuirse una pretendida superioridad moral que, en el fondo, no es sino uno de los hilos con los que suele tejerse el traje del caudillismo y la estrategia populista, que encuentran tierra fértil allí, precisamente, donde la ciudadanía pierde la fe en las instituciones y el Estado de Derecho.
Mejor sería aprovechar la ocasión que ofrecen los comicios para elegir un Congreso mejor, en lugar de refocilarse en las perversidades y los problemas de los que el actual adolece para arremeter contra la institución -harto cuestionable, harto perfectible- o resignarse a la indiferencia -ya sea la de la apatía o la de quien espera que la solución venga de echar por tierra lo que con gran esfuerzo ha sido posible construir-.
Hoy en las urnas, todos los ciudadanos están llamados a hacer un acto de fe. De fe en la democracia y en el Congreso, que le es consustancial, como foro insustituible de la representación pluralista, la deliberación responsable, y el control político efectivo. Una fe -parafraseando a otro escritor, Italo Calvino- que surge de la convicción de que hay cosas que sólo el Congreso, con todos sus defectos y limitaciones, pero también, con sus medios y recursos específicos, puede ofrecer y garantizar. Una fe, que a diferencia de la mera “indignación”, obliga al compromiso y a la acción, a elegir un Congreso mejor.
Glosa. “No se parece” -cuenta la anécdota-, le dijeron a Rodin cuando presentó su escultura de Honoré de Balzac. “Pero se parecerá” -respondió el genial escultor-. “No se parece”, dicen hoy de Gustavo Petro… ¡Pero cuidado! se parecerá.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales