“¡Oh, Libertad!, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”, dijo Madame Roland, a punto de perder la cabeza en la guillotina, víctima de la Revolución que había defendido.
También en nombre de la democracia se comenten muchos crímenes; sobre todo cuando se disfraza de democracia lo que no es más que ritualismo electoral, demagogia, o fetichismo del voluntarismo popular. Los ejemplos sobran: Chávez llegó al poder y permaneció en él por medio de elecciones, incluso por interpuesta persona, y en la Cuba de los Castro se realizan comicios periódicamente; una candidata presidencial colombiana hace trampa a la ley e impulsa a destiempo su campaña promoviendo un “referendo contra la corrupción” que consagra medidas no solo inanes sino contraproducentes; y en Cataluña, los independentistas reivindican como democrático un referendo que no es más que un oportunista asedio a la Constitución de 1978 en nombre de una espuria libertad de auto-determinación.
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Nada hay tan peligroso como el Premio Nobel de Paz. Con demasiada frecuencia, los galardonados se sienten elevados al pedestal de la moralidad y se erigen en jueces y árbitros del resto de los seres humanos. Débil remedo de una canonización en vida, los “Nobel de Paz” se sienten revestidos de una gracia o carisma que los distingue del resto de los seres humanos y en cuya virtud se apropian incluso de la vocería de la “conciencia moral de la humanidad”.
A la hora de la verdad, los miembros de este distinguido club no son más que humanos… demasiado humanos. Sobre todo cuando además de “luchadores por la paz”, son políticos profesionales y militantes -lo cual ocurre en la mayoría de los casos-. La paz es, a fin de cuentas, un asunto esencialmente político. La lista de galardonados abunda en ejemplos: Theodore Roosevelt, Pérez Esquivel, Wałęsa, la señora Menchú, Obama, y por supuesto, Santos. Pero entre todos, descollante, la birmana Aung San Suu Kyi, a quien aparentemente el premio le impide ver el drama del que son protagonistas los musulmanes rohinyás perseguidos en su propio país.
Debería prohibirse el otorgamiento del Premio Nobel de Paz a individuos concretos, y restringirse a organizaciones o instituciones. Ello ahorraría malentendidos, contradicciones, y especialmente, decepciones.
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Hoy, 24 de septiembre, hay elecciones generales en Alemania, y todo parece indicar que la CDU se llevará la mayoría de los votos, lo que allanaría el camino a la reelección de Angela Merkel como Canciller Federal.
Lo anterior no significa, sin embargo, que Angela Merkel vaya a tenerlo fácil a la hora de constituir el nuevo Gobierno. Muy probablemente se verá abocada, una vez más, a gobernar en coalición. Y por otro lado, la que ha sido denominada “nueva líder del mundo libre” tendrá quizá que resignarse a ver cómo la ultraderechista Alternativa por Alemania se instala en los escaños del Bundestag.
No es un hecho menor. Los extremistas son siempre una amenaza para la democracia y la libertad, con independencia de la cuota de poder que detenten. De hecho, no necesitan “ganar” para arremeter contra la democracia liberal: ya sea que tengan un peso significativo o puramente marginal, no renuncian a socavar las instituciones, desde adentro si pueden, y por cualquier medio desde afuera. Es lo que viene haciendo Podemos en España, por ejemplo. Y lo que en otras latitudes otras agrupaciones también aspiran a hacer.
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Glosa nacional. La transformación de las Farc en la Farc es sumamente diciente. Dice, con toda rotundidad, que siguen siendo lo que siempre han sido, aunque ahora hayan renunciado a la violencia como forma de acción política: una organización marxista-leninista, y por lo tanto, abiertamente antiliberal y antidemocrática. Dice también mucho de las Farc su homenaje a alias “Mono Jojoy”, criminal de guerra cuyo prontuario no puede lavarse simplemente con el argumento de que es mejor que lo homenajeen en la plaza pública y no con actos de terrorismo desde la clandestinidad.