Dijo una vez el general Charles de Gaulle que Brasil era el país del futuro y que siempre lo sería. Tenía razón: a la manera de Tántalo, Brasil parece ir siempre en pos del futuro, pero no más rozarlo, éste se le escurre como agua de las manos.
La semana pasada, mientras el Papa recorría Colombia, el diario español El Mundo publicó un artículo de José Manuel Vidal titulado “Francisco en el país de los narcos”. Es cierto que el autor incluyó alusiones a Pablo Escobar, aunque puramente marginales. El texto, en realidad, se refiere más a la trayectoria histórica de la Iglesia Católica en Latinoamérica, y en particular a ese extravío llamado “teología de la liberación”, que entre otras cosas, quiso hacer de la doctrina social de la Iglesia lo que nunca fue: un proyecto político que incluso podría ser impulsado por la vía armada. En todo caso, la polémica no se hizo esperar. Colombia -dijeron las voces indignadas- es mucho más que narcotráfico. Colombia, que tanto ha hecho en la lucha contra la droga, no merece esa estigmatización. Colombia merece respeto.
Sin embargo, Colombia sí es, al menos por ahora, el país de los narcos. Y lo es por una simple razón: porque el país no ha logrado aún emanciparse y romper el yugo que el negocio de las drogas ha impuesto, desde hace más de un cuarto de siglo, sobre sus instituciones políticas, sobre las perspectivas de desarrollo económico de sus regiones, y sobre las posibilidades de progreso social verdadero y sostenible de sus habitantes.
Las declaraciones del embajador William Brownfield hace pocos días en el Congreso de los Estados Unidos -que revivieron en la memoria colectiva el fantasma de la descertificación de los tiempos de Samper- exacerbaron aún más el prurito patriotero de muchos, a pesar de que no hizo sino señalar lo evidente. El Gobierno Nacional descuidó la lucha contra el narcotráfico; y algunas de las previsiones que fueron poco a poco incorporadas al Acuerdo Final con las Farc acabaron funcionando como incentivos nefastos para una extensión acelerada y sin precedentes de los cultivos ilícitos.
Reprochar a los Estados Unidos su condición de mayor consumidor, denunciar la inexistencia de un mecanismo de certificación de la lucha contra el consumo, proclamar el fracaso del Plan Colombia (como si así fuera, y como si en tal caso hubiera mérito en envanecerse de ello), o reivindicar la soberanía nacional y expresar indignación por la indebida injerencia de Washington en los asuntos internos, no resuelve nada. Por el contrario, distrae y confunde.
Distrae de los graves riesgos que esta ola reciente de expansión de los cultivos ilícitos representa para un país que no por su historial previo ha quedado inmunizado frente al impacto destructor del narcotráfico. Distrae del hecho de que el narcotráfico es uno de más poderosos enemigos del Acuerdo Final, si se supone que éste debe conducir al fortalecimiento de las instituciones y a la realización de una verdadera reforma integral que mejore la competitividad del campo y, por esa vía, genere un mayor bienestar para los ciudadanos rurales.
Y confunde, porque excusa la propia negligencia con la responsabilidad ajena, y desplaza el problema a lo que los Estados Unidos hacen o no con sus propios recursos, mientras evade una necesaria autocrítica y encubre las fallas de política pública que, de vieja data, han limitado la eficacia de los esfuerzos emprendidos para “desnarcotizar” el país, y “desnarcotizar” su relacionamiento con el mundo.
Aunque resulte doloroso, hay que salir de la negación y enfrentar la verdad. Colombia sigue siendo el país de los narcos. Colombia ha perdido el liderazgo que alguna vez hubiera podido tener, y en las actuales circunstancias ha perdido también parte de la legitimidad que le hubiera servido para promover la necesaria revisión del régimen internacional sobre narcóticos y avanzar hacia la adopción de un nuevo modelo de lucha contra las drogas.