Es necesario referirnos de nuevo a la inconcebible situación de violencia y crimen que padece Colombia desde hace tiempo, pero con especial gravedad en los últimos años. Se ha incrementado hasta niveles francamente intolerables en 2022. Algo tiene que hacer el Estado al respecto, pues ha perdido el control de una situación francamente alarmante.
Una vez más hemos de decir que, en nuestro Estado -supuestamente un Estado de Derecho- las normas superiores parecen no existir, y tampoco los instrumentos que el sistema brinda a las autoridades de la República para preservar la vida y los derechos de los asociados. Hoy, más que nunca se muestra como teórica, burlada e inútil la disposición del artículo 2 de la Constitución, a cuyo tenor esas autoridades “están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades, y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares”.
Según los datos Indepaz, en estos meses de 2022 ya van más líderes sociales y responsables comunitarios asesinados que en todo el año 2021: un total de 171. Una cifra que estremece, porque, más que una estadística -como la que podría divulgarse en muchas otras materias- se trata de seres humanos muertos a manos de otros seres humanos, en una ola criminal, sin que sepamos las causas, los móviles, los autores materiales, y menos todavía los determinadores.
El sicariato ha regresado y con mucha mayor fuerza y capacidad de escape e impunidad. Pero no es se trata solamente de esa modalidad de violencia. Nos alarman y nos duelen sin cesar los feminicidios y los horrendos casos de violencia sexual, tortura y asesinato de menores de edad.
La violencia es la noticia principal de cada día. Desde temprano en la mañana, los noticieros radiales y las redes sociales registran sin descanso, no uno, ni dos, sino varios crímenes cometidos en distintos lugares de nuestro territorio. Por terribles que sean sus características -como en los casos de “violencia vicaria”, en que un hombre es capaz de matar a su propio hijo para molestar a su pareja-, bien pronto la información es sustituida por otra peor, y los hechos pasan al olvido. Las autoridades ofrecen recompensas, y dicen hacer todo lo posible “para dar con los responsables”. Muy pocas veces lo consiguen, y hasta es muy posible que los sospechosos queden libres por deficiencias probatorias.
Añádase a todo ello la creciente inseguridad en las ciudades. Ya no es tan solo la amenaza para robar el celular, la bicicleta o el dinero, sino el mortal disparo. Y, por si fuera poco, la intolerancia también termina en crimen. Recuérdese el caso del joven muerto a tiros en Bogotá por haber pisado involuntariamente a su asesino.
Lo más grave: la sociedad parece acostumbrarse no únicamente a los crímenes, sino a la extendida impunidad. Semejante estado de indefensión de las personas en cuanto a su vida, su integridad, su honor y su dignidad, tiende a normalizarse. Eso es inadmisible.
El Gobierno, si quiere lograr una paz total, debe liderar una campaña nacional contra toda forma de violencia.