Hace un par de semanas se sugirió en estas páginas que el Premio Nobel de Paz debería ser otorgado sólo a organizaciones y no a individuos concretos -mucho menos si ostentan una posición oficial o son políticos profesionales y militantes-, caso en el cual el galardón acaba sirviendo más al proyecto personal y al narcisismo de los laureados, y muy poco a la causa de la que deriva su nombre. El jueves pasado, la víspera de conocerse el veredicto del Comité Noruego del Nobel, el profesor Zachary Kaufman propuso en el portal de Foreign Policy algo aún más radical: conferir el Nobel de Paz únicamente a título póstumo. Una fórmula sencilla, según él, “para evitar la traición de los ganadores del premio humanitario más importante del mundo”.
Este año, y acaso con algo de remordimiento por decisiones pasadas, el Comité asignó el premio a la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares, una coalición de organizaciones no gubernamentales dedicada a concientizar a la opinión pública sobre el potencial catastrófico del uso de las armas nucleares y a impulsar su prohibición definitiva a escala global.
En ese sentido, no le faltan méritos: en julio de este año, 122 Estados aprobaron en la Asamblea General de la ONU el texto de un “Tratado sobre la Prohibición de Armas Nucleares”, el cual fue abierto a firma y ratificación el 20 de septiembre. Por ahora, sin embargo, sólo 53 Estados lo han suscrito, y apenas 3 -Guyana, la Santa Sede y Tailandia- lo han ratificado. El resto de países parece tener poco afán en hacerlo (incluyendo a Japón -el único que ha experimentado en carne propia la devastación atómica- y Colombia -donde gobierna el Nobel de Paz del año anterior-). Obviamente, no existe la menor posibilidad de que alguna de las potencias nucleares lo haga, ni las que lo son lícitamente, ni aquellas que poseen armas nucleares al margen de la ley internacional.
Así las cosas, el tratado de marras quizá nunca entre en vigor; y una vez más el Premio Nobel de Paz no será más que un homenaje a las buenas intenciones que, con algo de ingenuidad, defienden los activistas que ahora lo celebran.
Es cierto que hoy en día hay casi 15 mil artefactos nucleares en el mundo. Pero no es menos cierto que en los 72 años transcurridos desde que Little Boy fuera lanzada sobre Japón, ninguna otra bomba atómica ha sido usada jamás. Es cierto que graves tensiones internacionales (la crisis de los misiles en Cuba, el conflicto indo-paquistaní, y más recientemente, las provocaciones de Pyongyang) han tenido que ver con armas nucleares. Pero también es cierto que en la mayor parte de ellas ha sido precisamente la disuasión nuclear la que ha evitado la catástrofe (y seguramente, será la disuasión nuclear la que evite el peor escenario con Corea del Norte). Es cierto que las armas nucleares son devastadoras, inhumanas, e inmorales; pero el hecho es que desde Hiroshima y Nagasaki, ninguna persona ha sido víctima de ellas. Acaso, contra toda intuición fácil, las armas nucleares han hecho del mundo un lugar más seguro…
El esfuerzo debería ponerse, más bien, en hacer efectivos los principios y reglas de la no proliferación (algo alrededor de lo cual hay ya un consenso construido y no pocas experiencias exitosas); y en fortalecer las capacidades de los Estados que poseen armas nucleares para mantenerlas seguras y a buen recaudo. Todo lo demás puede no ser sino una débil distracción en lo profundo. Un lujo que solo pueden darse -como tantas otras veces- los honorables miembros del Comité Noruego del Nobel de Paz.
Glosa Nacional. Hizo bien Colombia al comparecer en La Haya frente a Nicaragua. Pero la verdadera tarea no es sólo jurídica, sino política y científica. Política, frente a todos los vecinos del Caribe Occidental. Científica y de largo aliento, para conocer a fondo esa nueva frontera, tanto tiempo desdeñada.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales