RAFAEL DE BRIGARD, PBRO. | El Nuevo Siglo
Domingo, 22 de Diciembre de 2013

Desde aquel nacimiento

 

Lo sucedido en la gruta de Belén hace más de dos mil años fue un acontecimiento mucho más que pintoresco y tierno. Fue el desencadenante de toda una serie de novedades que se siguen dando hasta nuestros días y que jamás terminarán. La más importante de todas es la increíble cercanía de Dios con los seres humanos, y desde entonces, nunca se pudo decir con fuerza de verdad que el Creador se había olvidado de sus criaturas.  Desde aquel nacimiento, en el mundo entero, reconocida o no, existe la sensación cierta de que hay un Dios entre nosotros y por nosotros. Esta sola certeza genera esperanza inagotable.

Y la presencia innegable en el Dios hecho niño se fue haciendo más notoria cuando el recién nacido dejó de serlo para convertirse en activo predicador, portador de un mensaje de liberación y vida, curador de enfermos, practicante del perdón y la reconciliación.  El mundo hasta entonces era muy diferente. Los romanos, aun siendo vanidosos legisladores y hasta administradores interesantes, como imperio lo eran de la muerte y la esclavitud, de la guerra continua y el despojo de lo ajeno. Y en general los pueblos y las naciones del mundo se movían dentro de parámetros muy toscos y en parte muy animales. Aquel nacimiento, en lejanísima y desconocida provincia, habría de sembrar toda una nueva forma de ser y de pensar que transformó radicalmente mundo y humanidad.

Sin embargo, ¿tiende el mundo actual a desconocer aquel nacimiento y empuja con vigor para volver a los tiempos en que no había Dios sino dioses? Por momentos es así y con violencia de todo orden se quiere reimplantar el poder del paganismo y la fuerza de lo meramente humano, que suele convertirse en inhumano rápidamente. Es difícil pensar qué otro camino puede recorrer la humanidad que no sea el que conduzca al encuentro del divino recién nacido para no perder el norte, para no derrotar al hombre por el hombre, para no deshacer el planeta por los ídolos.

Aquel lejano nacimiento trajo una nueva palabra, una nueva mirada, una nueva oración y adoración, una nueva esperanza y fuente de sentido. Bien haríamos todos los que creemos -en Dios, en el ser humano, en la vida, en el amor, en el perdón, en la misericordia- en detenernos una vez más y con paciencia ante el recién nacido y recordar que nos ha propuesto un camino, el único digno de un ser humano, el que asciende permanentemente en busca de eternidad. Menos es inaceptable.