De tiempo en tiempo una vulgaridad -espetada con cuidado o sin él por alguna figura de cierta notoriedad- hace carrera y se convierte en el centro de gravedad del debate público, provocando todo tipo de reacciones, desde la crítica solemne hasta la indignación sensiblera y la caricatura inteligente. Así ha ocurrido con el comentario que presuntamente -y acaso, con toda seguridad- hizo el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, sobre lo indeseables que le resultan los inmigrantes procedentes de Haití, El Salvador y algunos países africanos, a los que de paso ha etiquetado como “shithole countries”.
(“Países pocilga”, podría ser una traducción aceptable de la expresión, aunque algo edulcorada. En todo caso, gobiernos y medios de comunicación en todo el mundo se vieron en apuros a la hora de referirse al muy-poco-presidencial comentario, tratando de encontrar la mejor equivalencia en su idioma o apelando a la autocensura del asterisco).
Evidentemente, las palabras de Trump apestan a racismo y a xenofobia; no hacen justicia al aporte que miles de inmigrantes procedentes de esos países han hecho a los más diversos ámbitos de la vida estadounidense -la economía, el servicio público, el arte y la cultura, la ciencia, los deportes-; y además, dan pábulo a lo que algunos analistas políticos y activistas de los derechos humanos -como Masha Gessen en The New Yorker- han empezado a llamar, con una hipérbole que puede estar bien justificada, “America’s war on immigrants”.
La torpeza del comentario de Trump es tan evidente que, como ocurre en el mundo del derecho con los hechos notorios, está exenta de prueba. No vale la pena devanarse los sesos haciendo sofisticadas argumentaciones sobre su impacto diplomático, sobre el daño reputacional que ha provocado en la ya erosionada imagen internacional del magnate-presidente y en el prestigio de los Estados Unidos, ni sobre la forma en que sus palabras ponen a Trump del lado de las más ominosas figuras de la ultraderecha nacionalista que durante los últimos años han ido ganando terreno en distintos lugares del mundo. Todo esto es una verdad monumental como un templo.
Lo que es menos evidente es el hecho de que en algo Trump sí tiene razón: muchos de los inmigrantes lo son porque se han visto forzados a escapar de una patria que la tiranía, la violencia y el crimen, el latrocinio y la depredación económica, la ausencia de libertad y la vulneración sistemática de los derechos humanos, han convertido en un verdadero shithole -o, según la definición del Diccionario Oxford, “un lugar extremadamente sucio, en mal estado o de otra manera desagradable-”.
Lo que su cortedad le impide entender al presidente Trump -y a muchos de sus áulicos y consejeros- es que el problema no son los inmigrantes, por muchos desafíos que planteen, e incluso, por muchos líos que causen y que es imperativo resolver -porque los flujos migratorios no son y nunca han sido inocuos-, sino aquellos sujetos y factores que son los responsables y las causas de que naciones enteras que hubieran podido aspirar a otro destino no sean hoy más que shitholes. (Sentinas, sería una traducción más fiel y descarnada).
Con mucha frecuencia el insulto dice más de quien lo dice que de su destinatario. De Trump queda claro que no tiene ningún interés en poner de su parte -es decir, la parte de Estados Unidos- para que los shitholes del mundo dejen de serlo. Para regocijo de mandamases y corruptos, de cleptócratas y criminales; y para desazón de los hombres y mujeres que los padecen, a los Estados Unidos de Trump les importa un comino su suerte… Habrá quien diga que es mejor la indiferencia de Washington que su excesiva atención, su desinterés que su espíritu de cruzada a veces ingenuo y otras, perverso. Pero ese es un triste consuelo para quienes desde su shithole country vieron en América -y ven aún- la promesa de un valiente mundo nuevo.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales