El accidentado diálogo con la Minga indígena del Cauca ha puesto sobre la mesa varios asuntos que se pueden resumir de la siguiente manera:
El problema por las tierras del Cauca es real, y no solo con los resguardos indígenas sino también con la comunidad negra y campesina. Y es un asunto que no se puede resolver ni a las malas ni con simplismos.
Uno de los simplismos que se escuchan por estos días es el de que “porqué preocuparnos del problema de la tierra de los indígenas si son los mayores terratenientes del país”. Quienes en este simplismo incurren olvidan que durante la administración de Virgilio Barco se les confirieron a título de resguardo, pero principalmente con fines de protección ambiental a los indígenas, inmensos territorios en la Amazonía. Miradas así las cosas, los resguardos asignados a las comunidades indígenas ascienden a casi un cuarto del territorio nacional. Pero esto no significa que esa sumatoria dispense de estudiar con cabeza fría un problema real de tierras que existe en el Cauca.
Esta semana que termina se presentó en la Academia Colombiana de Historia un libro del Académico Fernando Mayorga que viene como anillo al dedo para interpretar la situación que se está viviendo en los departamentos de Cauca y Nariño. El libro se denomina “Datos para la historia de la propiedad territorial indígena en el suroccidente colombiano”, y allí se demuestra con una rigurosa investigación archivística y jurídica que las raíces del problema en el Cauca con la propiedad indígena de la tierra hunde sus raíces en la legislación republicana que fue mucho menos respetuosa que la colonial con la propiedad colectiva de las comunidades indígenas. Y se sustenta que allí radica justamente el origen del problema que hoy estamos presenciando.
Se ha mencionado mucho también el Plan de Desarrollo (2019-2022) como el argumento concluyente para descalificar los reclamos de las comunidades indígenas. Se aduce que en dicho plan está incluida una partida de inversión por $10 billones que habrán de ser gastados en este cuatrienio en diversos frentes de interés para la comunidad indígena del país.
No debe olvidarse a este respecto lo siguiente: que una partida de inversión figure en el Plan de Desarrollo no significa que ella se traducirá en gasto público efectivo sino la recogen los presupuestos de inversión. Hay una regla de hierro en la presupuestación nacional (consagrada en el art. 347 de la Constitución) que dice paladinamente que en Colombia no podrá haber ningún gasto público que no haya sido autorizado en el presupuesto anual que cada año aprueba el Congreso. “El proyecto de ley de apropiaciones deberá contener la totalidad de los gastos que el Estado pretenda realizar durante la vigencia fiscal respectiva…” dice el artículo de la Carta que estamos citando.
De manera que si se quiere cumplir cabalmente con los acuerdos a que se ha llegado con la comunidad indígena no basta que unos compromisos de inversión queden contenidos en el Plan de Desarrollo. Es indispensable además que ellos aparezcan autorizados cada año en los capítulos de inversión del presupuesto nacional. De no ser así se volverá a quedar mal con las comunidades indígenas, y se sembrarán las semillas de nuevos disturbios en el futuro.
Y esto es bueno recordarlo pues ya se ha presentado para estudio preliminar por el Congreso el anteproyecto del presupuesto nacional del 2020. ¿Y qué aparece allí? Un presupuesto con reducciones violentas de $12 billones con relación al que se está ejecutando en la presente vigencia.
El Plan de Desarrollo parece ir por una vía (un ambicioso programa de inversiones de cerca de $ 1.100 billones para el cuatrienio) pero lo que se sabe del presupuesto nacional es que va en la dirección exactamente contraria: el de los recortes y el de los tijeretazos.
Si esta dicotomía se formaliza vamos a ver un melancólico espectáculo en que los ambiciosos programas de inversión del Plan de Desarrollo van a quedar reducidos a eso, a ambiciones, que no se traducirán en gasto público. Mala cosa.