Con el ceño fruncido, ajeno a sonrisas y galanterías, Donald John Trump entró a la tribuna, en el lado oeste del Capitolio, donde al medio día, bajo un cielo cobalto y una lluvia liviana pero persistente, prestaría juramento como el Presidente número 45 de los Estados Unidos.
Lentamente caminó hacia el podio y cortesmente, pero sin zalamería, saludó a los expresidentes y sus señoras, entre ellas, a su oponente Hillary Clinton, a quien la gran mayoría daba como segura vencedora. La tensión era fácil de ver y de sentir. Un hombre ajeno a Washington y duro crítico de la clase política, a partir de ese día, sería jefe supremo.
Fue una posesión diferente a todas las que hemos visto en décadas. Era evidente la incomodidad que sentían los poderosos políticos allí presentes; expresidentes, jefes de los partidos, senadores y representantes. Los mismos que desde el comienzo de su campaña lo catalogaron como un fanfarrón, que no llegaría ni a las primarias de su propio partido.
¿Quién tomaría en serio a un millonario bocón, carismático, con algo de seguimiento mediático? Su ambición política era un chiste, el hazme reír de los medios. Los demócratas se descuidaron. Ignoraron el malestar que algunas de sus políticas, como el Obamacare habían causado entre el pueblo. Ellos, “dueños de la verdad”, no tenían nada que temerle a quien decía tantas cosas “políticamente incorrectas”. Muy pocos, aún entre los republicanos, creyeron que llegara a la presidencia. Pero aquí estaba, a punto de convertirse en su Presidente. Así muchos no quisieran reconocerlo.
El error de sus enemigos fue no entender hasta qué punto el pueblo americano estaba hastiado con la clase política, hasta qué punto se sentía abandonado, ignorado. Hasta qué punto no querían la continuidad de sus acciones.
Si alguien pensó que en su discurso de posesión, Trump iba a suavizar su retórica contra la clase política e iba a extenderle un ramo de olivo, ¡se equivocó! El discurso fue duro y sin descanso contra los dueños del poder en Washington. El nuevo Presidente fue claro cuando afirmó: “(…) el 20 de enero del 2017 se recordará como el día en que el pueblo se convirtió de nuevo en el gobernante de esta nación ‘’.
Las caras sombrías de los políticos presentes eran casi risibles. No debió ser placentero ser regañados, y mencionados como culpables del desaliento que manifiesta gran parte de la Nación ante el mundo entero.
Fue un discurso sombrío, muy diferente al estilo tradicional. Un importante comentarista de CBS lo comparó con el estallido de una granada. Las frases amables, llamando a la concordia y a la unidad estuvieron ausentes. De igual manera, el tema internacional fue relegado a un último lugar. El tema primordial fue “América, América, América”, su pueblo y Dios; si, Dios estuvo muy presente en este día. Algo no tan “políticamente correcto” dirían algunos.
Sin duda estamos al comienzo de un gobierno sin precedentes. Sería estúpido, casi suicida, que Washington ignorara la voz de descontento, ira y hasta odio que llevaron a Trump al poder. Ya veremos si los políticos lo dejan gobernar y hacer los profundos cambios que pretende. Ya veremos si Trump logra moderar su estilo casi despótico y sanar a una nación dividida. Sus constantes escaramuzas con quien lo enfrenta no llevan a nada. Ojalá la presidencia le de altura.