Si -como dijo Churchill- la democracia es la peor forma de gobierno excepto todas las demás, podría decirse también que el Estado-nación es la peor forma de organización política excepto por cualquier otra alternativa actualmente disponible. (Especialmente porque en la práctica, no hay virtualmente ninguna alternativa: ni las ciudades-estado ni los imperios, que lo precedieron y que acaso son formas más naturales que esa “obra de arte” inventada en la Europa del Renacimiento). Nada que hacer: el mundo de hoy es un mundo de Estados. No hay lugar del mapamundi que no esté bajo la jurisdicción, efectiva o reclamada, de algún Estado. Y así será durante mucho tiempo aún.
Cuando en 1945 se creó la Organización de Naciones Unidas, apenas había medio centenar de Estados en el mundo. Hoy día son 194 los miembros de la ONU, y junto a ellos -Estados formalmente reconocidos y aceptados jurídicamente como iguales por sus pares-, pulula un enjambre de cuasi-Estados y pseudo-Estados de la más diversa naturaleza. Está por ejemplo Taiwán (la República de China), surgido de la Revolución Comunista y Estado venido a menos, sobre todo tras la aproximación de Washington a Beijing en los años 70, la cual condujo a su paulatino desplazamiento de las instituciones internacionales y a sustitución final por la República Popular China. Y está también Palestina, desgarrada entre facciones y ansiosa por ocupar un lugar propio en el selecto club de los Estados, pero por ahora resignada tanto a la disfuncionalidad interna como a la condición de mero “observador”.
No menos peculiar es Kosovo, que nació de la implosión de la antigua Yugoslavia y de las guerras que una vez más asolaron los Balcanes en la década de los años 90 del siglo pasado, recordándole a la civilizada Europa que, como dijo Mark Twain, la historia no se repite… pero rima. Aunque es una creatura engendrada a partes iguales por la ONU y la Unión Europea, no es miembro de la una ni de la otra, y de hecho, en varias capitales europeas la “solución” kosovar despierta atávicos miedos que nadie quiere ver convertidos en precedente y costumbre.
Curiosa situación es la de Somalilandia -la única parte en la que algo parecido al Estado opera en Somalia, en el cuerno de África-. A pesar de ello, nadie reconoce a Somalilandia (acaso por prudencia, o porque es más cómodo lidiar la caótica situación de Somalia manteniendo la ficción de que allí el Estado existe). Curiosa, así mismo, la situación y estatus de Osetia del Sur y Abjasia, pequeñas piezas del rompecabezas del Cáucaso, cuya “independencia” fue consumada por intervención rusa y a costa de Georgia tras la guerra de 2008, y que sólo han sido reconocidos como Estados por Rusia (obviamente), Nicaragua y Venezuela (¡las cosas del comandante Ortega y el coronel Chávez!), y Nauru, Vanuatu y Tuvalu, tres micro-Estados (¡micro-Estados!) del Pacífico, aunque posteriormente Vanuatu y Tuvalu… se retractaron.
Y si de curiosidades se trata, de parque temático es el caso de Transnistria, donde el turista podrá encontrar el pasado en presente, la nostalgia del comunismo soviético elevada a la categoría de Estado no reconocido.
Todo el mundo quiere su Estado. Lo quieren, y distinto al español y con toda suerte de argumentos, unos más disparatados que otros, algunos catalanes. Lo quieren también algunos escoceses. Lo quieren (porque antaño lo tuvieron) muchos tibetanos. Lo quieren, porque nada sería más lógico y además así se lo prometieron, los kurdos. Lo quieren incluso algunos libertarios, que en un minúsculo enclave entre Croacia y Serbia proclamaron Liberlandia.
La cuestión no es, sin embargo, tener o no tener Estado. Lo que importa es si el Estado funciona o no, hacia dentro y hacia afuera. La reivindicación cultural, el reclamo identitario, la deuda histórica, y el manido principio de la “libre autodeterminación”, no son más que distractores. Porque de nada sirve tener un Estado si el Estado, en realidad, no sirve para nada.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales