Como un nómada que busca su lugar en el mundo, Donald Trump recorrió en su primera gira presidencial las capitales de las tres religiones del Libro con las cuales, sin embargo, no ha tenido el mejor entendimiento, a pesar de su sintonía (en modo alguno religiosa) con el fundamentalismo evangélico estadounidense. Y estuvo también en Bruselas, capital emblemática de ese otro credo occidental, heredero de la tradición judeo-cristiana y grecorromana, hijo del Renacimiento, la Reforma y la Ilustración: el Liberalismo, tanto político como económico.
Por un momento, contuvo su vehemente islamofobia, y se lo vio cómodo en Riad. Acaso porque la autocracia saudí no es extraña a la idea que en el fondo tiene de lo que debe ser el ejercicio del gobierno. Llevó regalos: el mayor contrato de venta de armamento de la historia estadounidense. Y en una imagen que evocaba las brujas de Macbeth, tuvo tiempo de inaugurar, junto al rey Salman y el presidente egipcio, un centro para combatir el extremismo, justo allá, en el país que ha financiado y exportado impunemente, durante tantos años, el wahabismo y otras formas de fundamentalismo.
Por un momento, contuvo su antisemitismo. Y prometió, sin ofrecer el cómo, desatar el nudo gordiano para resolver el conflicto israelo-palestino. En un episodio de sensatez, rayano con la obviedad, reconoció, sin embargo, que no será fácil. Visitó el Museo del Holocausto, donde se sintió “increíble”, según sus propias palabras (lo que quiera que éstas signifiquen). Pasó también por el Muro Occidental, y acaso los memes (esa forma contemporánea de la caricatura política) que circularon viralmente por las redes sociales, den cuenta fiel de lo que pasó por su mente en ese instante.
Por un momento, contuvo su retórica incendiaria. Y él, que al mejor estilo de Chávez acusó una vez a Francisco de ser peón del gobierno mexicano, tuvo que oír al Papa espetarle en español —la lengua que hablan millones de inmigrantes, legales e ilegales, en Estados Unidos— una admonición severa: “Espero que sea un instrumento de paz”.
Donde no se contuvo, fue en Bruselas. Ni en la nueva sede de la OTAN, donde habló como un verdadero agiotista; ni en su encuentro con los líderes de la Unión Europea. Tampoco se contuvo en la cumbre del G7 en Taormina, convertida en sima abierta por los desencuentros. La razón es muy sencilla: Trump puede fingir cualquier fe y disimular todos sus prejuicios; pero no puede negar su talante iliberal, ni encubrir su profundo desprecio por todo aquello que el Liberalismo encarna.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales