Todos los años pasan muchas cosas, en todos lados y en todo el mundo. Si un ser humano pudiera, por una gracia o un castigo sobrenatural, ser plenamente consciente de cuanto ocurre, enloquecería de inmediato. Es una fortuna que el Aleph “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”- no exista más que en las páginas de un cuento de Borges. Definitivamente, la omnisciencia no puede ser sino un atributo divino.
Con lo poco que se sabe de cuanto sucede en el mundo, ya hay bastante para perder la razón. Es una verdadera osadía intentar comprender el sentido de los acontecimientos en medio del ruido que los acompañan. Sobre todo, en un año que -como este que está por concluir- ha sido demasiado ruidoso.
Ruidoso: por el ruido que desde la Casa Blanca o Mar-a-Lago, pero sobre todo desde su cuenta de Twitter, provocó el presidente Donald Trump, quien en solo un año de ejercicio del cargo se las ha arreglado para agriar las relaciones de su país con sus aliados más tradicionales; intensificar la “retirada” de Estados Unidos de los escenarios en los que se discuten temas de la mayor importancia global (como el cambio climático, las migraciones, o el comercio internacional); despertar la admiración de más de un autócrata y muy poca, en cambio, en el mundo democrático; exacerbar el nacionalismo y el supremacismo racial; y poner en entredicho algunas de las premisas fundamentales de la política exterior estadounidense.
Ruidoso. Por el ruido que en Europa generó la primera etapa de negociación del Brexit, el fallido experimento del independentismo catalán (cuyo legado lastrará por años la política española), la deriva autoritaria en Polonia y Hungría, y la pírrica victoria de la señora Merkel -más líder de Europa que de su propio país-, sin el cual, por otro lado, es virtualmente imposible pensar la reorientación del proyecto europeo.
Ruidoso. Por el ruido causado por la derrota de ISIS, que aunque haya perdido casi toda su base territorial en Siria e Iraq, sigue representando una amenaza tan real como potencial; no sólo porque conserva virtualmente intacta su capacidad de inspirar militantes sin líderes en todo el mundo, sino por su habilidad para adaptarse y reubicarse. Lo cual hace pensar que por muy derrotado que esté, ISIS está lejos de haber sido vencido.
Ruidoso. Porque el estruendoso colapso del régimen chavista-madurista en Venezuela, que tantas veces ha parecido inminente, tampoco este año llegó a producirse. Por el contrario: oxigenado por China y Rusia, aprovechando el ya proverbial canibalismo suicida de la oposición y su incapacidad para articular una estrategia coherente y de largo plazo, y reforzado su control del país tras las elecciones regionales y locales, parece seguir medrando mientras la penuria económica y el drama humanitario se ceban con miles de venezolanos.
Ruidoso. Por el ruido que hace cada prueba nuclear, cada ensayo de misil norcoreano, que -a despecho de la inútil campaña que ha merecido el Premio Nobel de Paz de este año- hacen pensar a muchos no tanto en el peligro de las armas nucleares sino en la necesidad de contar con ellas para defenderse.
Ruidoso. Por el ruido de la corrupción que ha estremecido la política en toda América Latina, y que constituye hoy una de las principales amenazas para la democracia en la región, pues no sólo desacredita las instituciones y el ejercicio de la política, sino que, aún peor, da pábulo a los discursos anti-políticos más oportunistas, que no pocas veces llevan rápidamente al populismo.
Ruidoso. Porque en medio de tanta algarabía resulta difícil predecir el curso de los acontecimientos, descifrar su significado, vislumbrar alternativas. Eso puede parecer interesante desde el punto de vista del analista político. Pero resulta dramático para un mundo que, como el mundo de Hamlet, parece estar fuera de quicio, sin que pueda saberse a ciencia cierta cómo hacer para ponerlo en orden.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales