En febrero de 1917, la Revolución Bolchevique tuvo su primer gran triunfo con la abdicación del Zar Nicolás II. Luego en octubre, con Vladimir Lenin a la cabeza, se tomó definitivamente el poder al disolver el gobierno provisional establecido en febrero.
Estos acontecimientos cambiaron para siempre el panorama político de Rusia y Europa y, quizá, del mundo entero. Jules Romains, escritor francés, lo describió como “la gran luz en el Este”.
Un hecho que cambiaría el destino del pueblo ruso, tan sufrido y maltratado por siglos; el destino de millones de obreros y campesinos, de la clase media y los intelectuales que ambicionaban una Rusia más moderna y más justa.
Desde fines del siglo XVIII la revolución industrial había traído múltiples cambios sociales y políticos. La gran movilización de gentes desde el campo hacia las ciudades, en busca de empleo en las nuevas fábricas, había creado una masa obrera que mayormente era explotada, igual o peor a como habían sido explotada por los terratenientes feudales, en el campo.
La revolución terminó efectivamente con el poder anquilosado de un zar débil y una nobleza corrompida. Miles de trabajadores se libraron de sus patronos y pensaron que tendrían, por fin, voz propia y derecho a decidir sus condiciones de vida y de trabajo y, más importante aún, llegarían a ser dueños de sus tierras.
Esa era la promesa de los Bolcheviques: igualdad para todos. Nadie tendría más derechos o menos obligaciones. Los comunistas formarían un estado justo y equitativo. Y los rusos y otros países lo creyeron.
Pero el nuevo gobierno no tardó en traicionar sus promesas. La igualdad prometida vendría a costa de sumisión total. Cualquier intento de oposición o desobediencia comenzó a ser duramente castigado, aún entre los mismos revolucionarios.
León Trosky se atrevió a denunciar la traición y fue perseguido y finalmente asesinado por ello. La propiedad privada dejo de existir y los derechos individuales también. El estado tomó control absoluto de la vida de sus ciudadanos.
Una brutal represión se generalizó. Hicieron su aparición, “el terror rojo”, los gulag, inhumanos campos de concentración en lugares atroces.
El comunismo feroz mostró sus garras. Represión, persecuciones masivas, campos de reeducación, revoluciones contra-culturales, comunas forzosas y las absurdas campañas agrícolas de los regímenes comunistas del siglo XX que causaron las más horrendas hambrunas conocidas por el hombre. Millones de personas fueron asesinadas durante los gobiernos de Lenin y Stalin, en Rusia y Mao en china.
El pueblo fue traicionado por sus líderes, en Rusia, en China, y en otras naciones encandelilladas con la idea comunista de la igualdad a las buenas o a las malas. Igualdad significó represión, perdida de todas las libertades y derechos.
A la caída del control soviético, en 1998, el pueblo descubrió hasta qué punto había sido engañado y traicionado por décadas. La Unión Soviética, inclusive su corazón, Rusia, no eran la gran potencia que les habían pintado; al contrario, estaba deplorablemente atrasada en casi todo. Su nivel de vida era miserable, comparado con el de los países libres. Serían décadas antes de lograr el bienestar de que gozaban los otros.
Los 100 años de la Revolución Bolchevique son una fecha para recordar el dolor de tantos pueblos maltratados por el comunismo, una lección mal aprendida que hoy tristemente se repite en Cuba y Venezuela.