Estamos a pocos meses de las votaciones, con miras a seleccionar congresistas y presidente de la República, para un período que, sin duda, será bastante difícil, dado el panorama que hoy tiene a la mayoría de los colombianos en un alto grado de insatisfacción con la gestión estatal en su conjunto; en la desesperanza y en el pesimismo. Basta examinar los titulares diarios de noticieros y periódicos.
Además de los consabidos efectos de la pandemia en la sociedad y en la economía, particularmente en perjuicio de los más pobres, en el desempleo, la quiebra, el abandono y la mayor desigualdad social, predominan -y no por casusa del virus- la violencia, la intolerancia, el crimen, la corrupción, el desplazamiento, la creciente inseguridad, la destrucción de bienes públicos y privados -desfigurando legítimas y pacíficas protestas-, y no pocas denuncias sobre excesos y abusos policiales.
Cada vez con mayor frecuencia, comportamientos lesivos de la armonía que debería imperar en el interior de hogares y comunidades. La violencia intrafamiliar de diaria y extendida ocurrencia, el feminicidio, el infanticidio, los delitos sexuales contra menores, las masacres, los asesinatos de líderes sociales y ambientales, los desaparecimientos y ahora -como si todo eso fuera poco- crímenes atroces como el matricidio y el fratricidio. Todo lo contrario de lo que se esperaría de una colectividad civilizada y consciente de lo que significan la dignidad de la persona humana y sus derechos esenciales.
Por otra parte, políticas públicas equivocadas y lejanas de la realidad, que no están orientadas a realizar el Estado Social de Derecho previsto en la Constitución, ni a satisfacer las sentidas necesidades de los habitantes, particularmente en regiones tradicionalmente abandonadas por el Estado -hoy dominadas por organizaciones violentas-, con grandes y crecientes carencias en materia de salud, educación, agua potable, fuentes y oportunidades de trabajo.
No son pocos los que se preguntan cuál debería ser el papel del Estado en su conjunto, y en especial el de la Rama Ejecutiva y la administración nacional, regional y local; qué están haciendo para contrarrestar esos males y para recuperar las vías de progreso y desarrollo social y humano, con sentido de justicia y sin discriminaciones. También, la ciudadanía -en tiempo de un supuesto proceso electoral- ve con extrañeza que el futuro político del país es incierto, principalmente porque dicho proceso se desenvuelve en medio de personalismos, rivalidades, ofensas, sindicaciones, noticias falsas y coaliciones inestables cuyo origen no es ideológico y programático, sino coyuntural y estratégico de cortísimo plazo.
A diferencia de lo que significa -en una democracia- la periódica convocatoria al pueblo, para que escoja a sus representantes en la Rama Legislativa y al jefe del Estado y del gobierno nacional, este proceso de 2022 está completamente alejado de las prioridades y de las urgentes necesidades colectivas. No hay controversia de fondo, ni están sobre el tapete los grandes temas en el campo político -que no es el politiquero-, económico, social y ecológico.
La mayoría de los precandidatos y candidatos presidenciales no formulan propuestas, tesis, ni programas. Su único objetivo -pobre y mezquino- consiste, al parecer, en bloquear a un determinado candidato. ¿Corregirán el rumbo?