Corea del Norte es ya una potencia nuclear, y a menos que algo extraordinario ocurra, siempre lo será. Una vez nuclear, siempre nuclear.
Hasta ahora, Sudáfrica es el único Estado que habiendo construido sus propias armas nucleares -por lo menos 6-, ha decidido con posterioridad, y de manera unilateral, su desmantelamiento. Lo hizo en 1989, en un momento histórico particular y acaso irrepetible: el fin de la Guerra Fría (y con ello, de la amenaza que representaba la influencia y el activismo pro-soviético en África); la terminación del régimen de apartheid y la transición a la democracia; y su reincorporación plena al orden internacional (que la llevó, entre otras cosas, a ratificar el Tratado de No Proliferación Nuclear).
Por otro lado, algunos de los Estados que surgieron como consecuencia de la implosión de la Unión Soviética heredaron un arsenal nuclear que fue destruido o entregado a Rusia, a cambio de garantías de seguridad que, por lo menos en el caso de Ucrania, no han sido siempre respetadas. Más dramática ha sido la suerte de regímenes como el de Hussein en Iraq o Gadafi en Libia, que clausuraron sus programas nucleares con el convencimiento de que al hacerlo estaban garantizando -por una vía distinta a la de la disuasión nuclear- su perpetuación. Esa expectativa resultó, a la postre, completamente engañosa.
La regla general parece ser que una vez un Estado desarrolla capacidades nucleares, difícilmente renuncia a ellas. Nunca se ha obligado a ningún Estado a renunciar a su arsenal nuclear. Solamente la conjunción de una serie de circunstancias excepcionales explica la decisión surafricana. Y vista la experiencia ajena -la de Libia, Iraq, y Ucrania- ¿qué Estado que haya desarrollado armas nucleares se allanaría fácilmente, incluso bajo la más severa presión, a abdicar el poderío que deriva de ellas?
La muy probable irreversibilidad de la apuesta nuclear de Corea del Norte se explica además por varios factores específicos. El primero de ellos es, naturalmente, el hecho de que para Pyongyang la guerra de 1951-1953 no ha terminado. Ese estado de guerra permanente, profundamente enraizado en la mentalidad de la gente y piedra angular del régimen norcoreano -fuertemente militarizado-, es leído en Pyongyang a la luz de la doctrina Juche, base del pensamiento político del Gran Líder y Presidente Eterno, Kim Il-sung. Según la doctrina Juche el destino del pueblo norcoreano y de su revolución está en sus propias manos. No puede depender de alianzas, ni promesas, ni garantías. Tampoco de los vaivenes de la política ni de la economía. Sólo la mayor autonomía, el mayor poderío, la mayor unidad, la mayor identidad, la más férrea voluntad, garantizan la continuidad de la revolución y la supervivencia de la patria.
Y ¿Qué puede ofrecer más autonomía, más capacidad de autodefensa, que las armas nucleares? ¿Qué enemigo externo se arriesgará a atacar a Corea del Norte? ¿Qué enemigo interno osará sublevarse?
A diferencia de otros Estados que han intentado desarrollar armas nucleares, y a diferencia también de Sudáfrica, para los norcoreanos las armas nucleares no son una opción, sino un destino tan inevitable como necesario. Un componente esencial de su identidad política. Y por lo tanto, una cuestión virtualmente innegociable. Ese inamovible condiciona sus relaciones con el resto del mundo (incluyendo China, según una estrategia que busca compensar, con la autonomía nuclear, la dependencia económica). En el corto plazo, Pyongyang sabe que tendrá que sufragar los costos de las sanciones. Pero sabe también que más adelante, una vez alcanzado y declarado el punto de no retorno, las cosas serán a otro precio.
La gran pregunta es cuándo y cómo considerará Pyongyang que su estatus nuclear ha sido suficientemente reconocido. Sólo entonces estará dispuesta a negociar, a alcanzar quizás algún compromiso. Pero entre tanto, no dejará de hacer ostentación de sus logros, aún a riesgo de desencadenar una hecatombe. A fin de cuentas, Corea del Norte está en guerra hace más de 60 años.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales