Blanca Myriam solo tiene ojos para su hijo Carlos, de un año de edad. Por ningún motivo quiere que repita su drama de vivir en la calle y que sufra la adicción a las drogas, por el mundo sórdido que esta implica y las malas compañías que incitan al delito.
La joven de 18 años narra que antes de la pandemia afrontaba graves problemas con sus padres, según ella, autoritarios y violentos. “En la pandemia decidí huir de mi casa y mi opción fue la calle, donde encontré otras personas que afrontaban dificultades similares y para mitigar el sufrimiento acudían a las drogas”.
“Una de mis nuevas amigas me ofreció marihuana como una forma de escape. Por fortuna, rechacé drogas más fuertes como el bazuco y las anfetaminas. Siempre me daba nostalgia y complejo de culpa luego de consumir la yerba”, explica.
Recuerda que “una noche, unos muchachos nos llevaron una taza de chocolate caliente y un pan. Ellos recorrían el Bronx, Cinco Huecos y otras calles y nos hablaban de oportunidades, nos brindaban amor y alegría. Fue esa noche que acepté ir a un internado para terminar mis estudios y trabajar para dejar mi adicción a la yerba”.
Asegura que en el internado del Instituto para la Protección de la Niñez y la Juventud (Idipron) encontró a otros jóvenes que también tenían historias tristes, difíciles y que habían visto en la calle una alternativa de vida y de rebusque para sobrevivir. “Allí nos acogieron, nos ayudaron y orientaron con nuevas oportunidades de vida”.
A medida que iba estudiando y superando su adicción, terminó el bachillerato, ingresó al Sena y estudió Hotelería y Turismo. Luego conoció en el trabajo a un ingeniero con el que se casó y tiene un hijo que cada día refuerza sus ganas de vivir y ser una mejor persona.
Otras historias
Mientras tanto, Alberto N., otro muchacho que salió de su casa cuando era muy niño y que vivió en el Bronx y en Cinco Huecos, también dice que “gracias a unos ‘ángeles’ que aparecían de noche decidí ir al internado para estudiar. No es fácil, pues estás acostumbrado a la calle, a las drogas y al robo como una forma de vida. Fue muy difícil mi estancia en el internado, pero veía cómo otros se superaban con las nuevas oportunidades de vida y simplemente las agarré por el camino”.
Revela que cuando terminó el bachillerato y sin adicción a las drogas, “me decidí a prestar el servicio militar, donde aprendí otras cosas, donde conocí a más personas y por supuesto la disciplina. En el Ejército Nacional me engancharon en el Sena y adelanté el curso de reparación de computadores y luego hice otro de reparación de celulares”.
Agrega que “hoy tengo un hogar estable, mi propio taller y siempre agradezco a esos ángeles del Idipron que me sacaron de las calles, de las malas compañías y de las garras de una banda criminal que nos utilizaba y nos daba cualquier cosa para sobrevivir”.
Por su parte, Juan N. precisa que “yo ingresé al colegio para terminar el bachillerato, pero externo, y cada vez que podía me escabullía y recaía en las drogas. Sabía que tenía una oportunidad y siempre la dejaba escapar”.
“No tenía fuerza de voluntad y además me gustaba el dinero fácil. Un día Carlos Enrique Marín, el director del Instituto y psicólogo, me mostró las bondades que tienen las oportunidades. Él siempre nos aconseja de lo bueno que tiene la vida y también nos muestra lo mano y nos dice que cada ser humano escoge lo que quiere. Decidí abandonar la calle, estudiar y cumplir con las tareas asignadas de ornato, de guía en las alcaldías menores y así ganar 36.500 pesos diarios”, acota.
Precisa que “hoy soy bachiller y mi mamá lloró cuando me dieron mi diploma. Actualmente estudio en el Sena y trabajo en una empresa. Ya soy otra persona”.
“Con el estudio y mi carrera técnica, espero ingresar a la universidad”, agrega Juan N*.
Las garras de grupos delictivos
El director del Idipron, Carlos Enrique Marín Cala, dice que la entidad de carácter público fue fundada hace 56 años por el sacerdote salesiano Javier De Nicoló, quien desarrolló un programa de educación y protección, en principio para los jovencitos presos y luego para los niños, niñas, adolescentes y jóvenes que recogía de las calles bogotanas.
“Digamos que a través de un modelo pedagógico, más que rehabilitar a los niños, niñas, adolescentes y jóvenes de la calle, el padre Javier De Nicoló, a través de esa pedagogía del amor, de la alegría y de libertad y de una llamativa relación entre el maestro y el alumno, les ayudó a superar su presencia en las calles de la capital del país”, precisa.
Explica que “hoy trabajamos cuatro situaciones: habitabilidad en calle, vulnerabilidad, alto riesgo y fragilidad social. Nosotros hacemos una operación amistad todos los días, que consiste en contactar a esa población que está en la calle. En Bogotá, producto de la misma pandemia, hemos contactado en los últimos cuatro años a cerca de 7.000 jóvenes únicos y un porcentaje de ellos viene de otras regiones del país”.
Asegura que “Bogotá también genera expulsión de jóvenes a la calle y ahora se agrega el tema de los migrantes. Tenemos 25 instituciones y en ellas contamos con modalidades de internado para niños, adolescentes y jóvenes habitantes de la calle y contamos con la modalidad de externados que son, por lo regular, jóvenes que son expulsados del modelo tradicional de educación”.
“Contamos con talleres con diferentes modelos de aprendizaje: carpintería, mecánica de motos, mecánica automotriz, arreglo de computadores, modistería, arreglo de bicicletas y metalmecánica, entre otros. Los jóvenes que están con nosotros pueden ingresar al Sena y en estos momentos estamos 'encarretándolos' para que puedan acceder al sistema de formación universitaria”.
Insiste en que “tenemos un programa muy amplio y muy grande con los muchachos que están en el mundo de la legalidad y de la ilegalidad, que a veces son reclutados por organizaciones criminales o por grupos armados y buscamos arrancarlos de esas garras a través de la prevención y brindarles oportunidades de vida”.
Precisa que “también muchos de los niños, niñas y adolescentes en condición de calle caen en las garras de la explotación sexual y comercial”.
Revela que “hoy tenemos un tema muy complejo, que es el de los carreteros que trabajan como recicladores, pero que convirtieron esa carreta en una especie de apartamento donde duermen con su señora e hijos. Es decir, con este fenómeno estamos volviendo a tener presencia de niños en la calle, pero con sus padres”.
Agrega Marín Cala que “creemos que en Bogotá se registra un universo de unos 40 a 50 mil jóvenes y adolescentes, entre hombres y mujeres, que están en condición de calle. Mientras tanto, nosotros seguimos trabajando para generar unas amistades, unas complicidades, y los invitamos para que agarren de forma voluntaria las oportunidades de vida que les brindamos a través de la educación”.