¡Uy, la Constituyente, qué susto! | El Nuevo Siglo
Martes, 21 de Mayo de 2019
  • No se entiende cuál es el temor
  • Algún día hay que salir de la parálisis

 

 

Ocultar hoy que existe una crisis institucional, en Colombia, es esconder la cabeza en el hueco como el avestruz. Disminuir la importancia de este aserto, tratar de decir que el Estado marcha de maravilla y que basta y sobra con el cuerpo normativo vigente para el sano desenvolvimiento del país, raya en una resignación inconmovible frente al estado de disolución que es fácil palpar en la ineficacia de los elementos preponderantes de la acción pública.

En ese sentido es incomprensible cómo una y otra vez se hunden o archivan las reformas necesarias para revitalizar las tres ramas del poder público, en el Congreso, y los mismos componentes parlamentarios se mantienen tranquilos, satisfechos, letárgicos, como si aquella conducta fuera natural y apenas una característica imperturbable del temperamento político colombiano. Quizás exista allí, ciertamente, un problema cultural o al menos una asincronía con el espíritu de los tiempos actuales. No se dan cuenta de que en el mundo contemporáneo donde se suele actuar en tiempo real, la pérdida irremplazable de las semanas, los meses, los años, implica un deterioro gigantesco hacia el futuro.

En efecto, cada oportunidad de reforma que se pierde tiene un costo descomunal para las generaciones actuales y, en particular, para las futuras. Y esa actitud evasiva se traduce, asimismo, en un desgaste democrático estruendoso para cumplir con los fines esenciales del Estado.

Aquella política del statu quo, en la que el inmovilismo es la intención primordial, y la premisa básica es mantener el control de lo precariamente establecido, así ello no satisfaga en modo alguno los ingentes requerimientos de la realidad inmediata, crea la sensación de que, a partir de esa postura amodorrada, plácida, no hay mucho qué hacer si verdaderamente se quiere poner cara a los retos del presente, con vocación futurista.

Cualquiera podría saltar ipso facto, claro, y decir que no; que al contrario aquí hay mucha discusión, mucha polémica; que basta ver los debates en el Congreso, la controversia en los medios, la actividad en las redes sociales, para constatar el vigor y la estamina de nuestra democracia. Pero vaya uno a ver cuánto de esto no son más que palabras que, si bien hacen parte elemental de la emocionalidad y de la trayectoria de todo sistema de libertades, no generan ni pueden generar una plataforma estructural para abocar y dar salida práctica a los problemas. Por ejemplo, en el Parlamento, como resultado tangible, efectivo, buena parte de sus integrantes han corrido lustros pegados de los incisos; desaprensivos del hundimiento de las reformas; sin rendición de cuentas de las omisiones legislativas en tantos aspectos. No hay, además, que ser un arúspice para saber que, al igual de lo sucedido en las últimas décadas, las reformas inaplazables, como las concernientes a la política y a la justicia, entre muchas otras necesarias, se vendrán de nuevo a pique si vuelven por enésima vez al hemiciclo. Sí, reformas inaplazables…desde hace 25 años.            

Esa contradicción en los términos, esa complacencia con la elusión de las atribuciones es lo que ha determinado, en buena medida, que el sistema colombiano se encuentre bloqueado. A semejanza, efectivamente, de los episodios previos al año 1991. Con una única diferencia: hoy una Asamblea Constituyente está claramente definida como un espléndido instrumento constitucional, de hecho, autorizado por el Congreso, que además permite convocar por vía legítima la voluntad popular en determinados asuntos, con carácter específico y por un tiempo definido. No hay allí ningún formulismo estrepitoso, sino que fue uno de los mecanismos prioritarios que en buena hora se incluyeron en la Constitución para darle vigencia a la democracia participativa.

De suyo, su reglamentación categórica más bien obedece a una Asamblea Constitucional, frente a la definición extensiva de una Constituyente, por medio de la cual el Parlamento otorga iniciativa legislativa a un organismo temporal nacido de sus propias entrañas y con un mandato irrestricto. Tan así que, verbigracia, si se convocara para la inaplazable reforma de la justicia, a fin de aglutinar las mentes más brillantes de la nación al respecto, que las hay en todos los sectores, el Parlamento permanecería plenamente activo en sus demás y abigarradas funciones. Hoy, la exigencia de 12 millones de votos para su convocatoria, no nos parece una cifra inabordable si se tiene en cuenta que el país ya sufragó en alrededor de 20 millones de votos para las elecciones parlamentarias y presidenciales, 13 millones en el plebiscito y alrededor de los mismos 12 millones para la consulta anticorrupción en un evento primordialmente espontáneo. 

Pero solo hablar de Asamblea Constituyente, uy, ¡quién dijo miedo! De inmediato el inmovilismo cierra filas con todo tipo de excusas, en virtud de que su razón de ser es la parálisis. Y así pasan los días, descuadernándose el país, como diría un connotado expresidente.