DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 13 de Julio de 2012

Los  derechos  de  los  micos

 

El principal problema que enfrenta el científico Manuel Elkin Patarroyo no es la malaria, sino la guerra simultánea en los múltiples frentes abiertos por los enemigos de la vacuna.

Es lógico suponer que si alguien se dedica a buscar el remedio para una enfermedad o la vacuna que la prevenga, el mundo entero lo ayude. Y que si no lo apoya, por lo menos no estorba. Y que si estorba, no lo haga con una vehemencia obsesiva, como si más que enemigo de la curación y prevención fuera amigo de la enfermedad.

Con la vacuna contra la malaria sucede lo contrario.

Patarroyo dedicó su vida a encontrarla y abrió unos caminos distintos del recorrido tradicionalmente desde Pasteur. Por este solo hecho deberíamos reconocer sus méritos, como lo hacen sin reticencias gobiernos, asociaciones científicas, universidades y publicaciones especializadas de todos los continentes. Aquí ocurre lo contrario, pero él insiste en continuar trabajando en medio del escepticismo con que la tierra nativa mira a sus profetas, bajo una lluvia de ataques que van desde pretextos científicos -rebatibles, por supuesto-, hasta unas críticas traídas de los cabellos, que parecen inspiradas por el mosquito transmisor del mal.

Mientras tanto, una tercera parte de la población mundial sigue esperando  que la inmunicen.

Ante un producto con semejante mercado potencial, es obvio que se muevan intereses colosales. Sin embargo, Patarroyo sigue inconmovible, metido en su laboratorio, pegado al microscopio y  experimentando con micos en las selvas del sur, como parte esencial del perfeccionamiento de  la vacuna, que ya probó sus bondades.

Pero, ¡quién lo creyera!, en la selva surgió un problema insólito. Aparecieron unos defensores de los derechos de los micos, que consideran inaceptable la utilización de los animalitos en investigaciones científicas, aunque éstas  signifiquen  la apertura de un nuevo método para hacer vacunas, el descubrimiento de una de las más importantes, la salvación de infinidad de vidas y la inmunización  de miles de millones de personas.

Cuatro personas mueren de malaria cada minuto, dos de ellas niños, y por lo menos dos mil millones de personas están expuestas al contagio. Pero eso parece no contar para los abanderados de los “derechos humanos” de una simpática especie de micos del Amazonas, que sería aún más simpática y, adicionalmente, benefactora de la humanidad, si le permitieran contribuir al perfeccionamiento de la vacuna.

Nadie quiere atentar contra los derechos de los micos, para cuya utilización se concedieron los permisos correspondientes y se observan protocolos de cuidados muy minuciosos. Y es lamentable que la sentencia de un tribunal trate de impedir el empleo de los miquitos en las fases finales del estudio, de manera que los derechos de los humanos expuestos a la malaria resulten judicialmente subordinados a los derechos de los micos que, estamos seguros, se ofrecerían como voluntarios si pudieran  protocolizar en una Notaría su colaboración.

Este fallo de la Justicia colombiana abre, a su vez, una puerta novedosa en los tribunales. Los defensores de los derechos de los micos pronto tendrán compañía. Con seguridad, ya están constituyéndose comités de defensa de los derechos de los ratones empleados en trabajos científicos, y asociaciones protectoras de los derechos de los conejos de laboratorio.

Los que se quedarán sin derechos frente a las enfermedades son los humanos.