Dicen que no hay muerto malo. También, que hay que dejar que los muertos entierren a sus muertos. No será así en el caso de Henry Kissinger, cuya muerte es, de alguna manera, el punto final que faltaba para cerrar el capítulo del siglo XX en la historia de las relaciones internacionales.
“Un coloso en la escena mundial” -según el obituario que ha publicado la revista Foreign Policy-, “un maestro de la realpolitik, al que algunos consideraban un criminal de guerra”. Ningún diplomático influyó tanto como él en episodios decisivos que, para bien o para mal -la historia es la que es-, configuraron el mundo de su época y aún hoy le dan forma (o lo deforman). Por curiosa casualidad, su fallecimiento ha coincidido con un punto de inflexión en las relaciones sino-estadounidenses, un momento crítico de la seguridad europea, una nueva explosión en el polvorín del Medio Oriente, una renovada preocupación por la cuestión de las armas nucleares, y, de contera, con el quincuagésimo aniversario del golpe de Estado en Chile. Asuntos y acontecimientos a los que nunca fue ajeno: como académico, historiador, analista y agudo observador, estratega y hombre de Estado (y, en consecuencia, directamente involucrado en ellos).
La portada de Newsweek del 10 de junio de 1974 lo presentó como un superhéroe, una especie de Superman recortado contra el globo terráqueo: “It’s Super K!”, decía el titular. Ni siquiera el más generoso de sus panegiristas se arriesgaría hoy a tanto. La suya fue una trayectoria admirable, pero no por ello encomiable. Como toda gran trayectoria, estuvo llena de luces y sombras. Maldición de la longevidad: presenció en vida, por más que quiso evitarlo, la revelación de muchas de éstas, a las que sus detractores han querido reducirlo.
Lo que no se puede reducir, en todo caso, es su legado intelectual, por cuenta del cual sus libros son, por derecho propio, clásicos del pensamiento sobre política internacional. Los clásicos son, a fin de cuentas, como decía Italo Calvino, libros que “nunca termina(n) de decir lo que tiene que decir”. La de Kissinger es, además “una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima”, una obra que “tiende a relegar la actualidad a categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo”, y que, más aún, “persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone”.
Diplomacia es uno de los mejores libros de historia y teoría de las Relaciones Internacionales. Un mundo restaurado reivindica el peso de las personalidades en la política internacional y la necesidad de estudiar el pasado, que “enseña por analogía, no por identidad”, para entender el presente. Sus memorias -incluso en lo que tienen de tozuda autojustificación- son casi un speculum principium; género al que también podría adscribirse su último libro, Liderazgo, epítome de una de sus inquietudes recurrentes.
Habrá que seguir leyendo al señor K, porque tiene todavía mucho que decir. Que haya sido superhéroe o villano, es otra cosa; y para estos efectos, ciertamente, indiferente.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales