Hace unos días, The New York Times sorprendió a sus lectores con un particular artículo, tan sencillo como espectacular, titulado “¿Cómo se hace un libro?”. Un breve reportaje gráfico que, entre polvorientas fotografías e hipnóticos GIF, describió el paso a paso en la producción de “Moon Witch, Spider King”, el último libro de Marlon James. Hermoso homenaje al fabuloso mundo de la impresión, aquel místico universo en el que bigotudos maestros de retinas gastadas y protuberantes barrigas se sumergen durante horas en las entrañas de metálicas bestias rotativas para domar las fuerzas naturales de los colores y el pegamento hasta obtener la tonalidad correcta de una portada y la alineación perfecta de un párrafo.
Recuerdo bien la primera vez que crucé el umbral editorial hasta perderme tras las bambalinas de una imprenta. Fue con mi colegio en nuestro periódico local durante una tarde remota, tan remota como aquella que el coronel Aureliano Buendía había de recordar cuando su padre lo llevó a conocer el hielo. Fue una experiencia absolutamente reveladora, pues hasta entonces nunca había parado ni un segundo a preguntarme cómo se fabricaba el crucigrama de los jueves que llenábamos por las tardes con mi mamá y desconocía por completo el sistema cromático de planchas de aluminio que, por muy entrados en los albores tecnológicos del nuevo milenio que estuviéramos, ineludiblemente desprendía un tufillo nostálgico que me transportaba a los días más gloriosos de Gutenberg en Maguncia.
Pero, sin lugar a duda, lo más curioso de todo fueron los colosales cilindros de papel que dormitaban en su bodega. Goliats de fino gramaje que el guía de nuestro improvisado tour colegial afirmó venían de Egipto, un dato de tremenda inutilidad que dos décadas después aún no consigo olvidar, y que inevitablemente puso a volar mi creatividad hasta evocar la absurda imagen de un titánico Anubis que, cuales rollos de papel higiénico, los empacaba por docenas en una antigua barcaza estacionada en el puerto del Templo de Lúxor. La misma que bajo los fulgurantes rayos del dios Ra surcaría el Nilo hacía los confines de la tierra conocida en su viaje sin escalas hasta Bucaramanga. Hoy sé que esto no funciona así y que en el transporte internacional de mercadería no interviene ninguna deidad, así que discúlpenme si opto por mi fantasía infantil en detrimento de la aburridísima Convención de Viena.
Desde entonces mi vida naufragaría entre tintas y estaría atada a la exquisita sinfonía sincrónica del martillar de las prensas, bien fuera a través de algún periódico escolar clandestino que se manifestaba contra la rectoría opresora que obligaba a sus estudiantes a cortarse el cabello aún contra los designios de la Constitución o materializando con amigos el sueño de una publicación universitaria que reinventara las bases del Derecho colombiano entre las paredes de cal y arena de algún claustro colonial del centro de Bogotá. La impresión siempre ha estado ahí, al tiempo como oficio encantador que consigue la tarea herculina de condensar universos literarios enteros entre fibras de celulosa y especie amenazada por nuestra frenética carrera hacia lo digital.