Qui va piano va lontano
Este refrán italiano tiene su versión colombiana: despacio que vamos de afán o del afán no queda sino el cansancio; dicho popular que encierra lecciones de vida que deberían aprender los hombres prudentes.
La reforma constitucional interferida abruptamente a pedido del Presidente con la complacencia del Congreso, salvo unos pocos parlamentarios, tiene en la picota a las tres ramas del poder público, circunstancia que los libra a todos de la pública vergüenza. “La irresponsabilidad colectiva borra la cuota individual del yerro; nadie se sonroja cuando todas las mejillas pueden reclamar su parte en la vergüenza común”.
La opinión publica, estimulada por los medios, ha señalado a los miembros de la Comisión Conciliadora como responsables del estropicio. Sin embargo, esto no es así. De acuerdo con el artículo 161 de la Constitución a esa comisión le corresponde conciliar los textos divergentes y someterlos a la aprobación de las plenarias, esta comisión no tiene el poder de decidir, de manera que si las plenarias aprueban el texto de la comisión, obviamente, la responsabilidad es de las plenarias que, en este caso, como rebaño, lo aprobaron para complacer al Gobierno. El testimonio del ministro Esguerra no deja duda al respecto.
Y para deshacer el entuerto se incurre en otra impropia aventura, aventura en la cual se embarcan las Cámaras, no obstante que al aceptar las objeciones del Gobierno al acto legislativo estaban al unísono admitiendo, sin excusa, su negligente yerro. Hurtándole, además, la oportunidad a la Corte Constitucional de pronunciarse al respecto.
Importante seria que la academia, si no ocurre algo extraordinario, se ocupara en este asunto y le dijera al país la verdad, pues analizado el episodio con desprevención no se descarta que, en últimas, resulte, igualmente, el cuarto poder involucrado en exceso y responsable del acontecimiento.
Pero aparte de todo y mirando mas allá de lo simplemente coyuntural, hay que admitir que la causa de la desistitucionalización del Estado se encuentra en la reforma de 1991 cuando consagró una Constitución flexible, esto es, pasible de reformarse en un santiamén. Anteriormente las enmiendas constitucionales exigían una discusión ponderada y sin afanes, tramitada en un término de dos años, plazo prudente para que el Congreso se cuidara de no aprobar apuradamente textos improvisados. Sólo falta y no es improbable, que en cualquier momento salte la liebre.
La reforma a la justicia, agonizante aún, se aprobó a la topa tolondra y con afán, a tal punto que ninguno de los responsables, salvo la oposición, se tomo el trabajo de estudiarla concienzudamente. Muchos no la leyeron, incluso de sus críticos; se limitaron a aprobarla para congraciarse con el Gobierno y el Presidente, conocido por sus deslealtades, se lavó las manos como Pilatos y culpó a la Comisión intimidado por la vocinglera popular desinformada que ninguna idea tenia acerca de lo que se discutía y se dejó manipular por la emoción de las masas.