¡Fuenteovejuna, señor!
Es posible que no exista entre todos la misma sensibilidad, pero es preciso darle palabras a ella. Una frase es desvergonzadamente terrible: “Yo doy la cara” dicen algunos con “descaro” porque han perdido el pudor y el respeto. Recuerdo cómo una persona -profesional y de buena ubicación social- pedía desesperadamente a nombre de su madre y de su hijo un dinero grande para evitar el embargo de sus bienes. “Yo doy la cara” decía con suficiencia, pero nunca pagó. Y eso se repite y si se les llega a cobrar se vuelven violentos y se ofenden. Son de una humildad exquisita para rogar y de una arrogancia para olvidar pese a que rige aún el “no hurtar”.
Y esto que sucede a diario en la vida individual ocurre igualmente en la vida social con un resultado terrible que es la pérdida de la confianza. El desasosiego es terrible y lo es porque se perdió la honradez en todos los campos. No se trata solo de dinero, también, y sobre todo, se trata de compromisos y del gran valor de la palabra, de la promesa y del juramento que han desaparecido.
Duele decir esto y mucho me lo he pensado: ¿cómo saber, por ejemplo, si el policía que me pide o exige una identificación es de los buenos? Las noticias están llenas de testimonios en contrario y eso duele por los amigos que pertenecen a esa institución, dotada de muchos méritos individuales y de grandes triunfos estadísticos en cuanto a la seguridad. No puedo decir que algo me haya pasado en los últimos años porque para pertenecer a la parte positiva del dato estadístico no salgo de la casa y vivo voluntariamente como muchos otros en un voluntario arresto domiciliario.
Lo mismo sucede con quienes ejercen la política cuando grandilocuentemente dicen que “ahora sí” les diremos la verdad y se ocultan o tratan de ocultar las culpas cometidas confiando en la mala memoria de los ciudadanos.
Ahora parece que nadie es el “padre” de los “micos” de la reforma a la Justicia o de los malabares que tuvieron lugar para ascender al coronel Santoyo; todos los senadores y representantes se proclaman inocentes.
Hay que recordar aquel magnífico pasaje del Siglo de Oro cuando se pregunta “¿Quién mató al Comendador?” y escucha la respuesta “Fuenteovejuna, señor”, es decir todos y nadie. Y uno no puede ocultar la sonrisa cuando observa “la acomodada convicción” del energúmeno Simón urgiendo hundir la reforma y la no menor de un ministro felicitando lo que a todas luces no conocía.
Los que no pagan, los que le han quitado valor a la palabra y a lo prometido son como la gente dice “faltones”, porque han borrado de sus vidas el sentido de la culpa, la obligatoriedad de la confianza y carcomen desde sí mismos las instituciones en las que ya es difícil -aun haciendo esfuerzos- confiar.