Horacio Gómez Aristizábal | El Nuevo Siglo
Sábado, 18 de Abril de 2015

Historia politizada

 

Uno de los más peligrosos oficios es el del escritor y, sin duda alguna, el oficio de escribir historia reviste excepcional peligrosidad. Voltaire decía que quien escribe historia es censurado, tanto por lo que dice, como por lo que deja de expresar. Cuando aludo a peligros no me refiero a los riesgos corrientes de exponerse a represalias de los descontentos, porque el historiador los coloca en su punto justo y no en la cumbre a la que aspiran. Tampoco me refiero a la normal contingencia de la crítica; me refiero al riesgo verdadero de equivocar el conocimiento de los hechos, de juzgar impropiamente las fuentes, de emitir juicios con elementos insuficientes. Estos peligros acechan constantemente al historiador y no habrá ninguno que pueda escapar de ellos en alguna parte de su obra.

Al estudiar cuidadosamente una inapreciable cantidad de textos históricos para escribir sobre los radicales y la Regeneración, encontré las siguientes fallas: fuerte carga anecdótica; muy escasa elaboración conceptual, pobre contenido filosófico; metodología precaria y rudimentaria; tenaz supervivencia de los grandes nudos historiográficos; relegación de problemas fundamentales; lento y tortuoso desarrollo de la crítica; estrecha relación con los partidos tradicionales -a veces se encuentra una historia liberal y otra historia conservadora-, desorbitado culto al héroe y fuerte carga literaria.

Estos graves vacíos se pueden explicar en los autorizados conceptos del académico Jaime Jaramillo Uribe quien opina: “No tenemos historiadores profesionales, entendidos en el sentido europeo. Marc Bloch dice que el profesional de la historia debe dominar algunas disciplinas y técnicas como paleografía, archivística, matemáticas, filología, geografía, crítica textual, etc. Tampoco tenemos historiadores de tiempo completo. Las razones de este hecho son varias, pero una de ellas y quizá la de más peso, es que carecemos de un instituto de investigaciones históricas especializado, comparable al que desde hace años tenemos en el campo de la filología y las ciencias del lenguaje, es decir, el Instituto Caro y Cuervo, o que pueda equipararse a una institución como el Colegio de México, de donde en el curso de cuatro décadas han salido dos o tres centenares de obras que no desmerecen ante sus similares europeas, entre ellas la Gran Historia de México que dirigió Daniel Cossio Villegas. Otras instituciones como nuestra Academia Colombiana de Historia, si bien ha cumplido una labor que merece nuestra gratitud, por sus escasos recursos materiales y por la índole misma de su composición y finalidades solo ha podido cubrir, en forma limitada, la misión que corresponde a un centro de investigación”.

La historia tiene que ver con la modelación del alma nacional. Un pueblo sin historia es un pueblo sin raíces, es decir, con todo aquello que le da fuerza, consistencia y colorido. Nadie puede amar lo que no conoce. Solo la historia nos da un sentido de pertenencia, de seguridad y de firmeza. La historia desteñida, desdibujada y débil, facilita el imperialismo ideológico de las grandes potencias.

La historia tiene un valor educativo de primer orden y estructural sustancialmente a un conglomerado. Ella proporciona ideas esclarecedoras sobre el pretérito y aglutina en torno de un ambicioso destino.