Por una nariz
La absurda situación en la que se ha visto envuelto el exdiputado Sigifredo López actualiza, por enésima vez, el debate sobre la fragilidad de la presunción de inocencia en el país. La malhadada costumbre de nuestro sistema judicial de capturar primero e investigar después, parece peor que esa de ir fusilando mientras llega la orden, porque es obvio que una detención injusta es de esas cosas que son peores que la muerte.
¿Cuál era la necesidad inaplazable que tenía la Fiscalía General de la Nación de capturar a López, con un material probatorio tan escaso y, sobre todo, tan deleznable? ¿No era acaso más prudente, más aconsejable y especialmente menos traumático para los derechos fundamentales del sindicado y para el prestigio de la Fiscalía haber practicado primero todas las pruebas, de cuyos resultados se nos ha ido informando por los medios de comunicación? Eso sí, por entregas como en las crónicas de antes.
Si la indagatoria es, según lo enseñan los procesalistas, el Fiscal General entre ellos, una diligencia de comparecencia al proceso con propósitos defensivos, lo ideal es que al indiciado se le permita acudir voluntariamente. ¿Tenía la Fiscalía pruebas o siquiera indicios de que Sigifredo López huiría o sería renuente a comparecer voluntariamente a la diligencia? Si ello no es así, es obvio que capturarlo fue un evidente abuso de poder con fines punitivos ajenos a la diligencia.
Lo más lamentable de todo lo que ha pasado con López, es que ha sucedido en una Fiscalía regentada por quien viene precedido de gran prestigio como penalista y constitucionalista, quien además había señalado en una de sus primeras comparecencias ante los medios de comunicación que uno de sus propósitos institucionales era acabar con esa fea costumbre de capturar para investigar. Ojalá no sea otro frustrante ejemplo de un tratadista incapaz de llevar a la práctica su prédica académica.
Aunque es probable que el Fiscal General de la Nación no estuviere enterado de los pormenores de la investigación o estándolo no pudo cambiar la decisión. Porque esa es otra paradoja de nuestro sistema. Le exige responsabilidad política al Fiscal General, pero al tiempo le advierte que “sus Delegados” son autónomos e independientes.
No deja, en todo caso, de ser también motivo de preocupación, aunque no de sorpresa, saber que el Fiscal Delegado del caso pertenece a la Unidad de Derechos Humanos, pues esa Unidad que empezó con los más altos estándares de calidad y consideración, ha ido reduciéndose, como cualquier unidad policial, al simple afán del “positivo”.
No estaría mal que aunque el caso de Sigifredo López se adelante por el anterior Código de Procedimiento Penal (Ley 600 de 2000), los fiscales aplicaran a rajatabla la norma que Gustavo Gómez Velásquez, ese viejo y siempre sabio Magistrado, introdujo en el nuevo Código: Artículo 27: “Moduladores de la Actividad Procesal: En el desarrollo de la investigación y en el proceso penal los servidores públicos se ceñirán a criterios de necesidad, ponderación, legalidad y corrección en el comportamiento, para evitar excesos contrarios a la función pública, especialmente a la justicia”.
@Quinternatte