El primer cuento que escribí jamás se llamó “La Tienda de mis Abuelos”, un thriller infantil de veinte líneas temblorosas sobre cómo mi nono Aníbal y mi nona Cleofe atrapaban a un ladrón, que irrumpía furtivamente de noche en su tienda, con una red (como todos saben que se atrapan los ladrones en San Gil). Aquel recinto místico que formaba parte de su casa, a la que solo se podía acceder tras escalar las indómitas calles casi verticales del barrio San Carlos, fue durante mi niñez un recurso inagotable de magia. Muchos fueron los veranos que pasé correteando por entre bultos de azúcar que se vendían por totumas, aprendiendo a llenar la libreta del chance para los apostadores de ocasión y dominando el arte de calcular doscientos pesos de cilantro a ojo bajo la instrucción cariñosa de mi abuela.
La nona era sólida en sus pasos y robusta en su carácter, de manos grandes y callosas que solo sabían dar abrazos fuertes y sinceros, alcahueta con los nietos y estricta con los números. Era poseedora de una voluntad tan avasallante como natural, gracias a la cual coronó el acto más impresionante de prestidigitación financiera que haya visto: Sentada en su poltrona desde donde regía la tienda, y a fuerza de vender cajetillas de cigarrillos, rodajas de salchichón y botellas de cerveza, graduó a mi padre de odontólogo en Bogotá, convirtiéndolo así en el segundo dentista del pueblo. Nunca faltó a una misa navideña de cinco de la mañana, espantaba borrachos con su escoba intimidante e hizo volar por los aires a aquel motorista imprudente que un día la arrolló. La nona estaba hecha de un extraño material, uno que se alimenta con changua y arepa, y solo germina en la provincia de Guanentá.
Siempre a la vanguardia en temas de actualidad, la nona era una lúcida interlocutora con quien se podía charlar por igual de política exterior como de remedios caseros para dolencias cotidianas. “Mijo, tenga mucho cuidado por allá con ese señor”, dijo refiriéndose a Trump en alguna de nuestras conversaciones, “…ese y el chino, están locos”, sentenció. Pero no contenta con el mundo que le mostraba la pantalla de su televisor, también salió a explorarlo y pude ver su lado más aventurero con fotos inesperadas que nos llegaban de ella en México, Ecuador o Israel. Yo convencido de que mi nona estaba rezando el rosario de las cuatro de la tarde en San Gil, mientras ella chapoteaba feliz en el Mar Negro.
“Hijo, la nona se nos está yendo…”, escribió mi padre, y entonces me quebré. Con resignación tuve que aceptar que esta vez no habría milagro, que no la volvería a ver y que aquel “Lo quiero mucho, mijito” con el que terminó nuestra llamada el día antes de su cirugía, había sido su despedida. De nuestro último encuentro quedó una foto hermosa donde me sonríe como el ángel que es ahora y, aunque mis futuros hijos nunca la conocerán, prometo volverla para siempre inmortal en las historias que escribiré. Es una promesa, Nonita.