Caminando en medio de aquel silencio sepulcral se puede oír a los muertos susurrar al oído las historias sobre su legado y las bases del futuro que imaginaron. Esa es la magia del complejo de memoriales de Washington, un amplio conjunto de colosales homenajes intemporales que abarca kilómetros. Allí la muerte se congela y la vida se filtra por entre las grietas de las construcciones en piedra que adornan el paisaje. El Salón de la Fama de los próceres, donde el tiempo no existe ya que se ha ganado la batalla contra la inmortalidad.
Tal vez el más imponente de todos sea el sólido trono macizo de Abraham Lincoln en las alturas, desde el cual pasa los días escrutando con su mirada de terrateniente la inmensidad de las tierras del distrito de Columbia. No muy atrás está el de Franklin Roosevelt, un parque que funge como cápsula del tiempo y donde su imagen pasa a un segundo plano para darle prevalencia a la labor desempeñada en sus cuatro periodos presidenciales. Sus palabras contra la guerra, su esposa y su famoso terrier escocés Fala, encuentran un lugar allí.
Entonces quise pensar una vez más en nuestros propios muertos. En dónde están nuestros héroes criollos, los de la independencia, los de la Gran Colombia y la nación convulsionada del siglo XX, quienes para bien o para mal fueron quienes construyeron el país que tenemos. Para muchos, como en mi caso, sus hazañas son fugaces y sus nombres no han saltado al olvido solo porque a fuerza de decretos se les conserva en estadios de fútbol y aeropuertos locales. Salvo por las patillas astronómicas de Tomás Cipriano de Mosquera y el hecho de que Aquileo Parra haya nacido en Barichara, en mi mente todos los demás se esconden tras una nebulosa que los eclipsa.
El presente de Colombia es tan frenético que la historia que conocemos y recordamos se ha venido escribiendo desde hace apenas 30 o 40 años. Desde entonces hemos tenido tantas cosas de qué preocuparnos durante estas sacudidas décadas que no ha quedado ni un momento de tranquilidad para remontarnos en el pasado y agradecer a aquellos que ya no están pero que en su momento ayudaron a forjar la Colombia que nos trasnocha cada día.
Quizás sea un buen momento para mirar atrás y agradecer a los padres fundadores de nuestra nación, quienes entregaron su sangre por el futuro que vivimos. Más allá de Simón Bolívar y su controvertida imagen, algo contaminada por intereses políticos, hay un grupo de hombres valientes que mucho antes del narcotráfico y la guerrilla lucharon por nosotros sin tan siquiera conocernos. Nuestros recuerdos son jóvenes y relativamente frescos, aunque cada plaza de cada pueblo, con sus estatuas y leyendas, nos recuerda que allí mismo, bajo la inmensidad del cielo azul, alguna vez pasó algo trascendental que cambió nuestro rumbo para siempre y nos hizo lo que somos.
Los muertos tienen muchas cosas valiosas qué contar y eso en Washington lo tienen muy claro.